O, callar no es una opción. Hay que decirlo con todas sus letras, que son siete. Desde que en noviembre del pasado año, 5 meses ya, se detectara el primer caso de una neumonía vírica diferente, todo se resume a nuestro fracaso. Global, multidisciplinar, enorme. También identificable.

Ha fracasado la ciencia. Una pandemia de coronavirus -o similar- ha sido más una certeza -gripes, desde la española al H5N1, SARS, MERS, ébola...- que una posibilidad contemplada; pero no una prioridad, al parecer, de la ciencia, de los científicos. La falta de financiación, el descenso de la inversión en ciencia en la última década a consecuencia de la crisis económica es tanto evidencia como excusa. Habían advertido, sí, de la creciente resistencia de las bacterias a los antibióticos, pero nadie priorizó en el horizonte de la investigación científica la prevención frente a las mutaciones víricas. ¿Nadie? No, no es cierto. Hubo quienes como Bruno Canard, Eric Snijder, Johan Neyts, Rolf Hilgenfeld o Frank van Kuppeveld, todos ellos más que reconocidos virólogos, habían venido advirtiendo -e investigando- sobre la amenaza de los coronavirus desde antes incluso del SARS, en 2003, hace 17 años; diecisiete. Y nadie, y esta vez sí es nadie, les concedió el suficiente crédito, en su doble significado de financiación y confianza, también de exigencia. La ciencia, el sistema científico, al que según la Unesco se dedican anualmente más de 1.500 billones, con be, de dólares en todo el mundo, no fue capaz de discernir cuál iba a ser prioritario entre sus innumerables desafíos.

Claro que esa prioridad que hoy parece evidente quizá no lo fuese tanto. Pero, ¿cómo es posible que no lo fuera una amenaza, el covid-19 o similar, capaz de producir tal tasa de morbilidad? Es preciso relativizar y contrastar, fríamente, sí; pero proporcionalmente: en el Estado español, los 17.000 muertos con coronavirus desde que se detectó el primer caso en La Gomera el 31 de enero dan una media mensual de siete mil fallecidos. En el mismo Estado español, en cada uno de los últimos cuatro años se han producido más de 112.000 fallecimientos por cáncer, es decir, una media mensual (no durante tres meses sino duran te cuatro años) de más de 11.000 muertos. La diferencia, sin embargo, que debía haber alterado -y no lo hizo- el orden de prioridades de la ciencia (lo que no implica elegir entre enfermedades) era no tanto la capacidad mortal del virus como su contagio, su facilidad, y velocidad, de transmisión. Por eso, por no verlo, preverlo, priorizarlo, o peor, por hacerlo e ignorarlo; la ciencia, sí, ha fracasado.

Ha fracasado la política. Ni más ni menos que la ciencia. Huevo y gallina: se podría decir que las decisiones políticas dependen de las certezas científicas, pero la capacidad para ofrecer estas depende de decisiones políticas. En todo caso, decidir y acertar en la certeza está al alcance de cualquiera y con constataciones científicas o sin ellas a la política se le pide, se le exige, determinación y acierto en la incertidumbre. No las ha tenido. No ha existido el liderazgo que se le supone a la política más allá de sus herramientas -quizá adornos- de la oratoria y la estadística. Ni Xi Jiping ni Trump, ni Macron ni Merkel, ni Johnson ni Von der Leyen, qué decir de Sánchez... Quizá, ya se verá, con tímidas excepciones, como Nueva Zelanda, que cerró el país con un centenar de casos, la determinación ha faltado a nivel global, mermada por las dudas y las conveniencias particulares que dilataron en exceso la toma de decisiones y en todos los casos, desde China a EE.UU. pasando por la UE y Rusia, redujeron la capacidad de respuesta y, por tanto, el nivel de acierto de las medidas que conforman esta. Que país a país se vayan corrigiendo los mismos errores al ritmo que marca la incidencia de la pandemia es frustrante; que en 2020 se repitan, se tengan que repetir, con la brutal diferencia de medios existentes, las decisiones fundamentales tomadas frente a pandemias de hace un siglo... hace, si cabe, aún más evidente el fracaso de la política que, sin embargo, no se limita al momento y modo de enfrentar la pandemia.

Y volvemos al capítulo de prioridades. La política, es decir, tanto el "arte, doctrina u opinión referente al gobierno de los Estados" como la "actividad de quienes rigen o aspiran a regir los asuntos públicos" ha extraído en la mayoría de los casos el beneficio de sus ciudadanos, el bien común, de su lista de preferencias; o cuando menos lo ha ido retrasando en el orden de prioridades. El PIB, el déficit, la economía, perdón, la "macroeconomía", han ocupado su lugar. Ante esas nuevas prioridades, la sanidad, la acción social, la protección del empleo... eso que en los países desarrollados llamamos el bienestar -y que en otros países ni siquiera tiene nombre porque no existe- pasan a un segundo plano en el mejor de los casos. En el peor, si se llega a él, serán meros daños colaterales. Y sin embargo... Estados Unidos tenía en 1945, tras la Segunda Guerra Mundial, una deuda pública del 120% de su PIB. Desde ese momento, durante más de tres décadas con Truman, Eisenhower, Kennedy, Lyndon Johnson, Nixon, Ford y Carter, la deuda pública estadounidense disminuyó hasta situarse en el 34% del PIB en 1980. Curiosamente, esas tres décadas fueron también las de mayor crecimiento en el bienestar de sus ciudadanos. Pero desde ese momento, a raíz de la primera crisis del petróleo de mediados de los 70, cambió el paradigma económico y la deuda pública -no solo en Estados Unidos a partir de Reagan- comenzó una escalada hasta bien entrado este siglo XXI. Y curiosamente de nuevo el bienestar ciudadano inició un primero tímido y más tarde acelerado retroceso. Pero, ¿entonces?

Ha fracasado la economía. En ese momento, puestas en cuestión las teorías económicas keynesianas, los principales mercados financieros fueron pasto de los teóricos de la oferta, apóstoles del recorte de impuestos como impulso de la producción y en consecuencia del empleo y por tanto de la recaudación. Los gobiernos no recaudarían menos, sino más. Sin embargo esa teoría no funcionó en la práctica. La economía productiva se convirtió en especulativa y la deuda se disparó -no solo en Estados Unidos hoy es cercana al PIB- pero la creciente e imparable avidez de beneficio hace que los intereses crezcan, al contrario que en los años 60 y 70, muy por encima de la producción y la recaudación tributaria. Y la capacidad pública para responder a las exigencias de la sociedad se resiente. De manera asumible por el sistema (con un alto coste social, moralmente no admisible pero asumible por el sistema) cuando no surgen grandes imprevistos y el engranaje económico se mantiene en funcionamiento, aun si el ritmo es lento; con consecuencias inaceptables desde cualquier punto de vista si surgen imponderables, sean producto de los propios males de la economía, como en la crisis de 2008, sean otras sus causas, incluidos los desastres naturales, entre ellos una pandemia, y el engranaje se detiene. ¿Se detiene? ¿En pleno 2020?

Sí, se detiene, ha fracasado la tecnología. En un mundo hiperinterconectado en el que los terabites de información vuelan en una micronésima de segundo de un polo al otro, se tardó un mes ¡un mes! en conocer -y los medios de comunicación, los informadores, debemos admitir también nuestro fracaso global- no ya la amenaza sino la mera existencia del coronavirus. Y desde entonces esa hiperinterconexión ha contribuido tanto o más a la confusión, en la que nos hallamos, que a paliar la pandemia o a su solución, que todavía se busca. Más: ¿Es posible que la tecnología actual sea incapaz de acelerar el proceso seguro y confiable de elaboración de una vacuna? ¿Un año? ¿Cuando tras dos millones de casos y más de 110.000 muertos la pandemia va a saltar de hemisferio? Desde que Thomas Francis demostró en 1944 que el virus de la gripe se debilitaba y perdía virulencia al ser cultivado en huevos de gallina fertilizados hasta que la Universidad de Michigan, con la ayuda del ejército de Estados Unidos, desarrolló la primera vacuna de la gripe y esta estuvo disponible en 1945, no pasó mucho más. La pregunta va dirigida a Gates, Musk, Bezos...: ¿No hemos avanzado nada?

No. El fracaso de la ciencia, la política, la economía, la tecnología, en todo caso, está en curso, es en realidad el fracaso del hombre, especie e individuo, virus para el hombre, porque, como afirmaba Elbert Hubbard, autor de A message to García, un fracasado es aquel que ha cometido un error y no es capaz de convertirlo en experiencia. Parafraseando el sermón -luego atribuido como poema a Bertol Brecht- que el pastor Martin Niemöller leyó en Kaiserlautern tras la II Guerra Mundial, en la Semana Santa de 1946, acaban de cumplirse 74 años, bajo el título ¿Qué hubiera dicho Jesucristo?, perdimos al Tercer Mundo y guardamos silencio; perdimos a los excluidos y guardamos silencio, perdimos a los inmigrantes y guardamos silencio; perdemos a los mayores... ¿Estamos perdidos?

* Periodista