STAMOS en estado de aturdimiento. Nuestra vida cotidiana ha quedado golpeada con el temor como epicentro. Sin embargo, como en otras ocasiones extraordinarias, permanecemos anclados firmemente a la esperanza. En estos días de apocalipsis he aprendido que la diferencia entre el significado de aplauso y abrazo estriba tan solo en unos pocos metros de distancia y que, como siempre que vienen mal dadas, numerosos colectivos sociales: trabajadores y trabajadoras de poca relevancia social, alta precariedad y ajustado sueldo acuden a la llamada de la solidaridad y devuelven a la sociedad la confianza y la ilusión por el futuro.

Ayer ya no existe. Todo parece haber quedado desdibujado y remoto: el madrugador informativo diario de la radio, el beso con el que despides a los tuyos, los saludos matutinos o vespertinos a los colegas del trabajo, los encuentros con los amigos, la quiniela del optimismo exacerbado o los paseos reparadores por el monte.

Los aviones apenas resollan en el cielo. Las carreteras amanecen desnudas de vehículos. El silencio se ha hecho casi sepulcral y los ecos de los estadios y de los espectáculos, donde todavía hace unas pocas semanas los aplausos sonaban atronadores, han quedado enmudecidos. Todo, absolutamente todo, ha quedado viejo excepto los sonetos del escritor y poeta inglés John Donne: "Por quién doblan las campanas".

Todo se ha vuelto caduco desde que hace unas cuantas semanas leí en los medios que un virus con origen en China había empezado a conquistar el mundo con la misma furia que arrasaba Gengis Khan, aquel temible guerrero mongol del siglo XII que tuvo bajo su poder el imperio más extenso del mundo y a sus vasallos presa del miedo más íntimo e infinito. Ahora el azote global se llama coronavirus y ha dado abundantes pruebas de su crueldad. No deja un solo continente sin tocar. El universo invoca a la comunidad científica para que ataje la catástrofe como antes lo hacía al Papa Inocencio IX para derrotar a los bárbaros.

Aunque nos lo traten de ocultar, la pandemia no es el fruto de una tonta casualidad, o de alguna secreta conspiración como proclaman algunos. No es sino la consecuencia de una grave crisis política, económica y social que silenciosamente se ha venido extendiendo por nuestro sistema inmune global sin que gobernantes y electores hayan prestado atención a sus síntomas. Hemos estado corriendo como pollos sin cabeza tras un consumismo desenfrenado. Es una sacudida de una magnitud que todavía hoy difícilmente podemos calibrar y en la que no es de descartar que su salida traiga un nuevo orden mundial diferente al que hoy tenemos. La crisis financiera de 2008, de la cual muchos ciudadanos no se han recuperado todavía, puede que no fuera más que un anticipo leve de la que nos viene encima. Ahora nos dominan la perplejidad y la creencia, o más bien el deseo, de que antes pronto que tarde nos libraremos de la hecatombe.

Ante todo esto, cada cual gestiona sus pesimismos y sus optimismos como mejor sabe o puede. Ya saben, ese viejo y complejo balance entre la botella vacía y medio llena. Decía Margaret Thatcher, que "la sociedad no existe". No puedo estar más en desacuerdo. ¡Claro que existe! Lo estamos viendo día tras día. Lo veo en esa legión de médicos, personal sanitario en todos sus estamentos, transportistas, limpiadoras, cuidadoras de personas mayores y empleados de supermercados, tan expuestos estos últimos a la histeria de algunos individuos, como hace poco tuve ocasión de contemplar. Lo veo en mi amiga Arantzazu, que convoca diariamente a través de las ventanas del patio a sus vecinas de edad avanzada para que la dentellada de la soledad no les duela tanto. Lo siento en Teresa, una vecina nueva de mi urbanización, que desde el primer momento se ofreció a los vecinos con mayores dificultades y edad a hacerles los recados y darles compañía. También intuyo que otros tantos miles de arantzazus y teresas están siendo capaces de dar lo mejor de ellas mismas. Simplemente por eso, porque creen en la sociedad y saben que cuidarla y mejorarla es responsabilidad de todos.

La convulsión ha dejado los cimientos de la sociedad al descubierto. Como ha sucedido tantas veces a lo largo de la historia son esos colectivos indiferentes a ojos de la administración y, en demasiadas ocasiones a los nuestros propios, los que están salvando miles de vidas, dando pruebas de una profesionalidad absoluta y construyendo al mismo tiempo un futuro de esperanza para todos.

Toda esta extensa comunidad de la que les hablo no son influencers de nada, ni de nadie. Sus nombres raramente figuran en los oropeles. Se esconden en un anonimato honroso. Tampoco participan en esos programas de televisión de islas paradisíacas. Sus trabajos encabezan las listas de los menos glamurosos. En una gran mayoría de casos, su retribución es magra y la precariedad, alarmante. Pero estamos en sus manos, como siempre que ha habido que sacar fuerzas de flaqueza. Eran los olvidados de la tierra hasta hace poco y, ya ven, paradojas de la vida, ahora, en los tiempos de zozobra, son los destinatarios de nuestros aplausos.

Algo más ha cambiado en estos días. Hemos necesitado una crisis de proporciones globales para que el concepto "servicio público", tan denostado por algunos gestores y políticos, empiece a cotizar al alza. "No le quepa duda de que la empresa privada es más eficaz", decía con arrogancia una política, expresidenta de la Comunidad de Madrid, a los trabajadores del Hospital Ramón y Cajal cuando estos protestaban contra las privatizaciones hace ya más de una década. Ahora, aquellos adalides de los recortes que redujeron significamente el número de camas de los hospitales, tienen el descaro de culpar a los demás de la poca inversión en los sistemas de salud.

También es cierto que, ante este estado de excepción planetario, nuestra cercanía al dolor se ha acortado. De súbito, se nos han acabado muchas de las tonterías; aunque esto no sea garantía de que no nos volcaremos en otras. La ilusión de la inmortalidad se nos habrá escapado para largos años venideros. Nos habremos dado cuenta de que no hay nada más prescindible que lo superfluo y que amarrarse a la vida no depende de la edad, sino del cariño de los que tenemos cerca.

Dicen los expertos que saldremos de esta crisis siendo más solidarios, pero también más inseguros. Pronostican, asimismo, que si la crisis se agudiza, el sosiego se agrietará y el estado de ánimo será de mayor nerviosismo. No lo sé. De lo que estoy seguro es de que ya ha llegado el momento de ponerse a la obra con cuestiones urgentes y a las que tampoco somos inmunes. La distribución de la riqueza, el concepto de democracia, los recursos y la protección de la naturaleza necesitan de una estrategia global. Si aprendemos de esta convulsión, tendremos que poner nuestra atención en ello. Nadie se queda dormido camino del patíbulo.

Las huellas del coronavirus dejarán poderosos surcos en nuestro imaginario colectivo; tan intensos como los que dejaron el caudillo mongol y sus hordas destructivas. Necesitaremos tiempo, más reflexión y más solidaridad. Y entonces quizá regresemos al poema de John Donne: "Ninguna persona es una isla; la muerte de cualquiera me afecta, porque me encuentro unido a toda la humanidad; por eso, nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti".

Todavía no sé cómo será el regreso a la normalidad, ni cómo será esa normalidad, pero cuando esta llegue espero que nos coja con la lección mejor aprendida que cuando nos arrasó. Mientras esperamos todo eso, nuestro aplauso/abrazo más encendido para todas y todos esos miles de indispensables.* Periodista