VAMOS conociendo más y más a ese jactancioso y exagerado que responde al nombre de Boris Johnson. De él se ha dicho que piensa con la boca o que es un deficiente moral, pues son raras las ocasiones en que la verdad se le cae accidentalmente de los labios. Sin embargo, sus mentiras han sido otros tantos peldaños que le han encumbrado en el poder y la gloria que ahora disfruta tras las pasadas elecciones celebradas en el Reino Unido.

El personaje que es capaz de pasar en un pis-pás de lo sublime a lo ridículo es también una persona culta, de formación académica notable, experto en la Grecia clásica e historiador de fuste. Nacido en Nueva York, descendiente de diversas nacionalidades, gusta de compararse con Winston Churchill, hijo de americana, gran político, escritor e historiador que siempre tuvo sobre su mesa de trabajo un busto de Pericles. Johnson dedicó varios años de su vida a escribir una biografía de su admirado líder. Pretendía que su Churchill fuera una declaración de intenciones en su carrera para conseguir ser primer ministro británico. Lo ha conseguido.

Las razones de su éxito son diversas. El referéndum convocado por Cameron fue tan irreprochable democráticamente como catastrófico políticamente. Pero al no haber estado precedido de una debate sobre hechos y datos reales -las mentiras sobre la Unión Europea fueron colosales-, ofreció una pobre imitación de la democracia y una gran parte del pueblo pudo dar rienda suelta a sus frustraciones sin afrontar las consecuencias. Estas consecuencias supusieron un caos político y en época de caos quien asciende es quien lo controla todo al detalle. En el caos vivido a cuenta del Brexit dentro del Partido Conservador y del Partido Laborista, Johnson no perdió el control en ningún instante.

Otra razón de los británicos para decantarse por la salida de la Unión Europea ha sido el hastío ante la indecisión de la clase política en la ejecución del Brexit. En ese asunto, ahora lo comprobamos, la gente no solo quería que se le escuchara sino también hacerse oír. Y la clase dirigente británica sabe cuándo dejarse llevar por la corriente. Han sido muchas las ocasiones en que lo ha hecho a través de la historia. Entre las más destacadas, cuando se aprobó la abolición de la esclavitud, que no nació del Parlamento sino de la mano de los cuáqueros y minorías anti- esclavistas; o la concesión del voto a las mujeres, consecuencia de la lucha de las sufragistas e intelectuales y en contra de la posición de los partidos políticos de la época. Johnson, conocedor de la historia, captó el mensaje de una parte de la población que quería un viraje y viró con ella.

Las plumas de la urraca El Reino Unido, quizás sea más preciso decir Inglaterra, ha experimentado un profundo cambio en los últimos años: el cosmopolitismo después de la época de Margaret Thatcher ha dado paso al nativismo. Churchill describía la sociedad inglesa de la época -cuando solamente existían 60.000 personas de color entre 38,6 millones de blancos- como una Britania “blanquinegra como las plumas de la urraca”. Con la actual composición de la sociedad, aquella desafortunada imagen ha resultado ser una herida a la que se le ha caído la postilla. Tras la potente inmigración de los últimos veinte años, la sociedad inglesa estaba madura y lista para la cosecha del nativismo.

En cierta ocasión, Churchill aconsejaba a un joven estudiante: “Estudia historia, estudia historia. La historia contiene los secretos de la gobernación del Estado”. Johnson se aplicó en ello. Pero, ¿qué enseñanzas históricas sobre la Unión Europea podía aprender el conservador Johnson del gran conservador Churchill? Una misma y fácil de enunciar: las preposiciones. “Las preposiciones expresan bien este estado de cosas: vale la preposición ‘con’ pero no la preposición de”, insistía Churchill: estamos con la Unión pero no somos ‘de’ la Unión (Europea). Desde esa aparente simplicidad, Churchill construyó a través de los años su discurso, que le servía para negarse a formar parte de las instituciones ejecutivas o parlamentarias de una futura Unión Europea; del sistema financiero común; o de la organización de un ejército europeo, incluso contra la opinión favorable en aquellos momentos de la administración americana del presidente Truman.

En la lejana fecha de 1938, Churchill había escrito: “Estamos en Europa, pero no formamos parte de ella. Nos sentimos unidos al continente, pero no comprometidos con él. Europa nos interesa y nos vemos como socios suyos, pero no nos dejamos subsumir en ella. Y si en algún momento los estadistas europeos se dirigieran a nosotros como en épocas pasadas -¿Quieres que hablemos en tu favor al rey o al jefe del ejército?-, nosotros responderíamos como la sunamita: Vivo en medio de mi pueblo”. El 10 de diciembre de 1948, cuando el federalismo europeo iniciaba sus primeros pasos, con la intervención de un PNV en la clandestinidad y el exilio, Churchill afirmó: “Lo que tratamos de hacer con el movimiento europeo no es usurpar las funciones propias de la gobernación. Lo que pedimos es la creación de una asamblea europea desprovista de poderes ejecutivos. La estructura de las constituciones, la resolución de los problemas militares? todo eso es competencia de los gobiernos (nacionales)”. Y tres años después (29-11-51) insistiría: “El instante que marque el momento en el que renunciemos a formar parte de esa unificación europea será aquel en el que el proyecto dé en adoptar una estructura federal, puesto que no podemos subordinar nuestro destino, ni el control de la política británica, a esas autoridades federales”.

Su posición antieuropeísta llevó a Churchill a protagonizar situaciones casi cómicas, como cuando hospitalizado en 1962, fue a visitarle el general Bernard Montgomery y le encontró encamado fumándose un enorme puro, rodeado de periódicos y vociferando contra la entrada del Reino Unido en el entonces Mercado Común.

Lo llamativo es que Andrew Roberts, autor de la última monumental biografía de Churchill (1.300 páginas), recientemente publicada, no dedique en su conclusión final de aciertos y errores churchillianos una sola mención a la posición del estadista sobre la Unión Europea. Ese olvido me parece de lo más significativo: Europa ha dejado de ser asunto de interés para cierta intelectualidad británica que sigue sin embargo absorta por las viejas glorias patrias.

Con la doctrina Churchill bajo el brazo, después de años de tira y afloja del Reino Unido dentro de una Unión Europea cada vez más federal a partir del Tratado de Maastricht, Johnson hizo lo mismo que aquel prisionero español que languideció durante veinte años en una mazmorra hasta que un buen día, al despertarse, se le ocurrió la idea de empujar la puerta, que había permanecido abierta todo el tiempo. La desidia de los carceleros españoles se podría comparar con la dejadez de los líderes comunitarios. La tragedia suprema no ha sido la muerte europeísta de Gran Bretaña, sino la forma en que ha muerto, entre desorden, confusión, hastío y mendacidad. Para hacer llorar.

“Tenemos la firme resolución de conseguir que esta isla sea solvente y que pueda ganarse la vida y pagar sus facturas”, dijo Churchill y repite Johnson. Pues que así sea. Lo sentiremos mucho, pero quizá no de manera inconsolable. Adiós muy buenas.* Abogado