EL 15 de julio de 2014, el recién elegido presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, esbozó ante el pleno del Parlamento Europeo sus orientaciones políticas para los cinco años de su mandato. Después de repasar los efectos de la crisis iniciada en 2007, destacando las cifras alarmantes de desempleo juvenil, el presidente Juncker concluyó señalando que uno de los principales errores cometidos en la gestión de la crisis había sido la falta de equidad social. En su intervención, señaló dos problemas importantes: por un lado, la confianza en el proyecto europeo, que estaba entonces en un nivel históricamente bajo; y, por otro lado, observaba que Europa, en diversos aspectos, estaba mal preparada para afrontar los retos globales que se le plantean.

A partir de este diagnóstico, estableció un programa de trabajo basado en diez prioridades, en las que quería centrarse para obtener resultados tangibles. En primer lugar, propuso un ambicioso paquete de empleo, crecimiento e inversión, que trataría de movilizar hasta 300.000 millones de euros en tres años. Pese a los fuertes recelos iniciales, este programa, conocido como Plan Juncker, logró un éxito extraordinario, en buena medida debido a que era un procedimiento muy sencillo, nada burocrático. Usando la estructura del Banco Europeo de Inversiones, consiguió movilizar 344.000 millones de euros entre inversión pública y privada, sobre todo en proyectos de pequeñas y medianas empresas, y convenció a los gobiernos de los 28 Estados de la Unión para prorrogarlo hasta 2020 y ampliarlo a 500.000 millones de euros.

La Comisión, a la luz de su éxito, quiere convertirlo en un programa estable denominado InvestEU, que comenzaría a partir de 2020. De momento, lo ha incluido en sus previsiones presupuestarias para el periodo 2021-2027, dotándolo con 650.000 millones de euros, y con cuatro áreas de inversión prioritarias: infraestructuras sostenibles; investigación, innovación y digitalización; pequeñas y medianas empresas; e inversiones sociales. En enero de este año, el Parlamento Europeo apoyó la idea, por lo que ahora solo faltaría que los gobiernos la respalden también para aprobarla definitivamente.

La segunda prioridad de Juncker ha sido la creación de un mercado único digitalizado. La Comisión estimaba que la creación de este mercado generaría un crecimiento de un cuarto de billón de euros y crearía cientos de miles de empleos. Para ello era necesario armonizar la legislación de protección de datos a escala europea, lo que ya se ha iniciado en el pasado año.

En tercer lugar, se apostaba por una Unión de la energía, como respuesta a la dependencia de Europa de gas y combustible. La Comisión Europea quiere aumentar la interconexión de las redes de suministro, favoreciendo la posibilidad de reorientar el aprovisionamiento energético cuando los precios se disparen en el este. Esto también contribuiría a reducir nuestra dependencia del gas ruso.

La cuarta prioridad era lograr un mercado interior más justo y profundo, con una base industrial fortalecida. A pesar de la importancia de los servicios en la economía actual, la Comisión es consciente de que la base industrial es la que hace posible la generación de empleos estables y de calidad, así como tecnología para mantener la competitividad europea. La industria había llegado a ser en 2014 el 16% del PIB de la UE, y la Comisión estimaba que había que aumentar ese sector hasta el 20% en 2020. La apuesta de la UE por esta cuestión es de vital trascendencia para Euskadi, ya que la industria en España ha pasado de constituir el 18,7% en el año 2000, a ser solo el 16% en la actualidad. Si se excluye el sector de la construcción, el dato es aún más alarmante, pasando del 16,2% al 12,6% en los últimos ocho años.

La Comisión también ha impulsado más controles, y más férreos, sobre los bancos a través de un mecanismo único de supervisión, al mismo tiempo que una unión de los mercados de capitales. Por otro lado, un elemento central ha sido la lucha contra la evasión de impuestos y el fraude fiscal.

La quinta prioridad ha sido la profundización de la Unión Económica y Monetaria. El presidente Juncker impulsó diversas medidas legislativas para dotar de un presupuesto a la zona euro, que parece que está a punto de conseguirse antes de fin de este año. Por otro lado, propuso sustituir la forma de conceder ayuda financiera a los países en dificultades, atendiendo a la evaluación del impacto social de las reformas estructurales, y también sustituir la Troika que tomaba estas decisiones por una estructura con mayor legitimidad democrática.

La sexta prioridad consistía en alcanzar un acuerdo de libre comercio razonable y equilibrado con los Estados Unidos. Quizás en este punto los logros han sido bastante menores de lo esperado debido a la voluntad de la Casa Blanca de iniciar una guerra comercial con el resto de bloques y de limitar el libre comercio mundial.

Otra prioridad ha sido el fortalecimiento de la UE como un espacio de justicia, con mejores herramientas para luchar contra la delincuencia transfronteriza y el terrorismo, mejorando la cooperación judicial entre los Estados de la UE.

La Comisión también ha impulsado, con un éxito escaso a pesar del apoyo político que le concedió al comisario responsable, la necesidad de impulsar una política común de asilo, así como una nueva política europea en materia de migración legal. Sin embargo, en contra de lo que suele decirse, la Comisión es la institución que más esfuerzos ha realizado, y más y mejores propuestas ha elaborado, para encauzar esta cuestión. Pero, simplemente, no tiene competencias en materia de inmigración, porque los gobiernos de los Estados así lo han querido. Es decir, que los gobiernos no son capaces de solucionar esta cuestión, pero se niegan a que asuma la responsabilidad quien sí tiene ideas y voluntad política para hacerlo. Esto explica el bloqueo.

Una prioridad que ha obtenido espectaculares desarrollos es la referida a aumentar el peso político de Europa en el mundo y el desarrollo de avances en materia de seguridad y defensa. Aquí ha sido clave que los países históricamente más reacios a avanzar en estas materias han variado su política. En este punto, ha sido decisiva la política exterior rusa, que ha despertado las alarmas en los países del este y bálticos. A eso se le sumó la tibieza del presidente norteamericano. Cuando estos países han observado que el paraguas norteamericano no estaba garantizado, han mirado a la UE como su única esperanza de poder garantizar su seguridad. Por otro lado, el Reino Unido, que siempre había bloqueado cualquier avance en materia de seguridad y defensa para no debilitar la OTAN, de pronto ha dicho que se sumaría a las estructuras que cree la UE, incluso desde fuera de la Unión.

Quizás al constatar estos cambios, el presidente Juncker tituló su último discurso sobre el estado de la Unión, en septiembre de 2018, como La hora de la soberanía europea. Fue un apoyo explícito a una idea que el presidente francés, Emmanuel Macron, lanzó en el Parlamento Europeo en abril de ese mismo año.

Los resultados de las elecciones europeas de mayo parecen reforzar esta percepción. Por un lado, los partidos que están a favor de la integración europea han recibido una clara mayoría y un amplio respaldo de la ciudadanía. Por otro, los partidos tradicionalmente contrarios a la UE, ahora no quieren destruir la Unión o salir de ella, sino reformarla. Al parecer ya estamos todos de acuerdo en que los europeos necesitamos estar unidos. Lo que hay que definir, del mismo modo que en las escalas nacionales, regionales o locales, es la orientación de políticas y prioridades. En este punto, la nueva Comisión que se está definiendo será de enorme importancia.

* Profesor de Relaciones Internacionales (UPV/EHU)