LA designación de la nueva presidente de la Comisión Europea parece responder a cierta tradición por parte de los dirigentes de los estados unidos de Europa en mantener la aplicación del “principio de Peter” (ya saben, las personas, por su éxito en trabajos anteriores, son promovidas a puestos cada vez de mayor responsabilidad en los que van reduciendo su nivel de competencia hasta que llegan a un puesto en el que no pueden formular ni siquiera los objetivos de su trabajo y alcanzan su máximo nivel de incompetencia). En cualquier caso, la vigencia de dicho principio no se reduce a la posible máxima representante administrativa de la Unión Europea, sino que alcanza a bastantes de los responsables de decidir qué hacer en esta coyuntura posrecesión.

Porque la realidad es que Europa aparentemente ha superado la crisis pero está instalada en una larga etapa de estancamiento que se refleja no solo en su poca capacidad de maniobra en materia geopolítica (por ejemplo, la red de satélites europea Galileo ha sido “desconectada” sin que nadie se atreva al parecer a decir qué ha pasado realmente; y ahí está la incapacidad para ofrecer una alternativa al acuerdo nuclear con Irán que está siendo boicoteado por Estados Unidos) sino en el hecho de que la economía europea crece menos que la de cualquiera de sus competidores; desde que se salió de la recesión en 2014, el PIB por habitante apenas ha crecido un 1,5% de media anual en Eurolandia. En 2019 se estima que el crecimiento apenas va a llegar al uno por ciento, menos de la mitad que en Estados Unidos y seis veces menos que en China, donde se anuncia uno de los peores años en materia de crecimiento de los últimos lustros, porque apenas van a superar? ¡el 6%!

Entender lo que ocurre requiere adoptar una perspectiva que al parecer no forma parte de lo admitido en la administración comunitaria. Parece algo sencillo de entender que China lidera el crecimiento mundial porque el estado tiene un protagonismo esencial en la economía (lo cual también era un componente básico del modelo de la era dorada del estado de bienestar), o que Estados Unidos va mejor que la UE porque su banco central tiene un compromiso con la creación de empleo, por los programas de inversiones públicas y por la protección de la industria nacional. Pero procesar dicha información requiere desprenderse de las orejeras ideológicas que predominan en la Comisión Europea y sobre todo entre sus asesores, y comprender que la política comercial, las ayudas de estado o la política de competencia requieren algo más profundo que unos simples retoques. Ante el vértigo que da el tener que modificar los tratados de la Unión, que consagran los principios neoliberales en el funcionamiento de la economía comunitaria, los políticos y administradores prefieren mirar hacia otro lado.

El problema es que en el otro lado tenemos un sector empresarial tan endeudado que solo en 2017 tuvieron que dedicar más de 250.000 millones de euros a pagar intereses por sus más de 11 billones de euros de deudas, una deuda (no consolidada, es decir, que incluye los prestamos entre empresas del mismo grupo) que desde la gran depresión de 2009 ha crecido en más de dos billones de euros, y cuyo servicio -esos 250.000 millones de euros de intereses- representa una cantidad equivalente a toda la inversión en capital fijo en España, casi el 11% de toda la inversión privada en capital fijo del año 2017.

Es cierto que, gracias a la política de intereses bajos, la carga de la deuda para las empresas se ha reducido en estos años, desde el 20% de la inversión en los años de la depresión hasta el porcentaje señalado. Pero aun así sigue siendo un peso muy elevado en las cuentas de resultados, que lastra las posibilidades de aumentar la inversión productiva y por tanto impide mejorar las tasas de crecimiento, que dependen sobre todo de la inversión pública y privada.

Claro que la solución tampoco es sencilla: la reducción de la deuda por procedimientos expeditivos no solo es rechazada por los acreedores financieros sino también por muchas empresas. Téngase en cuenta que una de las características de la era de la financiarización en la que nos encontramos es que muchas grandes corporaciones productivas obtienen una parte sustancial de sus ganancias de sus operaciones financieras, esto es, de los préstamos que otorgan a empresas del grupo o subordinadas (clientes o proveedores). Solo en España, por ejemplo, de los 1,2 billones de deuda empresarial estimada el año pasado, 225 .000 millones son préstamos entre empresas.

Por lo tanto, por un lado, los bajos tipos de interés esconden un endeudamiento insostenible de las empresas. Pero, por otro, una parte sustancial de la deuda empresarial, la que se contrae con otras empresas, mejora la cuenta de resultados de las grandes corporaciones prestamistas. En todo caso, bien porque están muy endeudadas las más, o porque están obteniendo importantes beneficios con la gestión de préstamos interempresariales, las empresas están teniendo dificultades o poco interés en incrementar sus inversiones productivas.

Identificar una política pública que permita salir de este embrollo no es fácil. Sin embargo, hay otra vía mucho más sencilla, que es actuar sobre la deuda soberana: una quita de la deuda pública puede liberar importantes recursos para incrementar las inversiones públicas, lograr mejores tasas de crecimiento económico y mejorar así los incentivos para la inversión privada.

En este caso, los acreedores de la deuda pública, particulares, entidades financieras y fondos de inversión serían los paganos, pues las empresas productivas no son grandes tenedoras de deuda pública. Pero tampoco es una gran novedad lo que se señala: no es otra cosa que la “eutanasia del rentista” que propugnara Keynes ya en los años 30 y que se ha aplicado de forma reiterada a lo largo de la historia en unos y otros países, bien mediante quitas directas de deuda o mediante importantes procesos inflacionarios que devalúan el valor real de los títulos de deuda.

Las dificultades para llevar a cabo una política de este tipo en estos momentos son de orden técnico -la ausencia de inflación no permite actuar por ese lado, digamos indoloro, de la operación- pero sobre todo de orden político: el poder del capital financiero en la orientación general de las políticas europeas es mucho mayor que el que recomienda la prudencia política, con la dificultad añadida de que una parte sustancial de ese capital financiero está representado por los fondos de inversión y los nuevos actores financieros, en gran parte norteamericanos, que exigen y obtienen en sus inversiones rentabilidades superiores a las que podrían obtener en su propio país, en una estrategia de captura global de rentas que se viene aplicando desde hace décadas con distintas modalidades y medidas. Desde la privatización de los tipos de cambio en la época de Gerald Ford, la liberalización de las cuentas financieras con Ronald Reagan o la creación del mercado financiero global con Bill Clinton, toda la arquitectura financiera mundial se ha ido orientando a convertir a Estados Unidos en el sifón del capital financiero mundial.

Liberar parte de la deuda pública para mejorar la inversión en Europa tampoco es por tanto política del agrado del gran hermano. Como vemos, cambiar la política económica tiene implicaciones no solo económicas, también políticas geoestratégicas y de poder, que los timoratos políticos europeos se ven incapaces de afrontar.* Profesor de Economía Aplicada de la UPV/EHU