Amedida que ETA se aleja en la historia, dos iniciativas van tomando forma con desigual resultado. De un lado están los que quieren obtener réditos políticos de su violencia mediante la permanente actualización de aquellas barbaridades a través de las plataformas mediáticas que se prestan gustosas a ello, sin estar disponibles, en cambio, a dar un paso en favor de una convivencia mejor. Aquí se encuentran quienes pretenden olvidar a los GAL y demás grupos terroristas afines, tan cercanos a las cloacas del Estado, y quienes tratan de dibujar una ETA idílica salvadora del pueblo vasco. No interesa en absoluto para sus intereses ideológicos otro tipo de relato. Y de otro están los que se empeñan en generar una conciencia ética en torno a la violencia del tipo que sea propiciando un relato alejado de cualquier justificación amoral y mentirosa, venga de donde venga.

El pulso por imponer el relato histórico es claramente desigual y viene alentada por los medios de comunicación e intelectuales hooligans de buena parte del Estado en su pretensión del triunfo como sea de su visión ideológica de los hechos. Así las cosas, el relato pendiente del franquismo es el gran beneficiado al verse fuera de la historia de ETA. Y lo que es peor, algunos quieren convencernos de que nada queda ya pendiente, ni siquiera con los familiares de tantas personas de bien aplastadas por la dictadura. Más de cien mil asesinados siguen en las cunetas sin que exista una conciencia colectiva sociopolítica sobre lo que este dato significa. Se mira para otro lado argumentando que el franquismo y su derivada totalitaria fue algo que ocurrió hace mucho tiempo. No es verdad; sin ir más lejos, el padre de quien esto escribe -primera generación- fue un exilado víctima directa del franquismo por sus ideas, sin haber cometido ningún acto de violencia. Al menos él tuvo la suerte de que pudo volver; y su mujer -entonces era su novia- pasó unas semanas en la cárcel de Larrinaga con el argumento de que no dio razón de su paradero.

El proceso constitucional español cerró el juicio político y las responsabilidades de todos, incluida ETA, al beneficiarse de la amnistía general pero que no tiene que ver con el relato de los hechos y la reparación institucional de las víctimas; es decir, dejando fuera del relato que fueron víctimas de una dictadura cruenta, ilegal y vergonzosa. Así es como se mantuvieron intactos tantos laureles y comportamientos asesinos por acción o por complicidad. Quedó bien parada la memoria del propio Franco y la de sus principales secuaces en la violencia genocida, con sus nombres en las principales calles y plazas, o enterrados en lugares principales. Aún se mantiene Franco en El Valle de los Caídos y Queipo de Llano ante el presbiterio de La Macarena de Sevilla, como la cosa más natural y sin que chirríe el papel de la iglesia católica en todo este asunto, a pesar de haber sido el paraguas moral que dieron a la dictadura.

Sobre este asunto, quiero recordar -es parte del relato pendiente- al Gobierno vasco presidido por Aguirre. Huyó al exilio precisamente por defender la legalidad democrática vigente sin atender a las tremendas presiones que recibió por su ideología demócrata cristiana para que se uniera al desvarío franquista, algo que sí hizo la mayor parte de la oficialidad católica, cómplice de Franco incluso hasta después de muerto. Todo el vergonzoso encubrimiento moral que propiciaron al golpe de Estado y a sus terribles consecuencias posteriores, incluidas las calumnias al Gobierno vasco que tuvo que exilarse por democrático y no tragar con las mentiras de la jerarquía católica. Todavía hoy, muchos católicos tenemos pendiente una explicación, un gesto de perdón, al menos una mínima disculpa.

Lo cierto es que la legalidad de las instituciones vascas no vino por el mismo camino de las españolas, con Juan Carlos I nombrado directamente por Francisco Franco como su sucesor jurando los Principios del Movimiento y bendiciendo su sucesión la jerarquía eclesiástica. Necesitó del refrendo constitucional para salvar tan aberrante situación. Leizaola, en cambio, fue la continuación democrática de la legalidad y legitimidad de las instituciones vascas, desde el exilio, a la muerte de Aguirre.

Esta es una de las razones de fondo por la que demasiada gente no quiere una memoria histórica, o si la quiera es con un relato oficial solo a partir de ETA. Todavía una parte de la sociedad española añora aquella dictadura porque sienten que reforzaría la nación española. Son muchos nostálgicos de un imperio que no quieren ver el precio terrible que acarrearía actualizar el pasado, ya de por sí terrible para demasiada gente. Saltar el juicio de la historia para reforzarse en un relato idealizado es algo muy antiguo; tanto, que los clásicos nos legaron la fábula de la muchacha que recortó el perfil adorado de su amado al ser requerido para la guerra. De esta manera, ella pudo quedarse en la espera con la imagen de él idealizada y perfecta. Como la imagen icónica de una España irreal que algunos tratan de crear desde el relato interesado del contexto de ETA (olvidándose de que el franquismo fue su espoleta) y de todo lo vasco.

En definitiva, mientras tengan predicamento personas como Elvira Roca Barea, en su faceta de historiadora, mal vamos. Que su libro Imperiofobia y leyenda negra (2016) haya superado las veinticinco ediciones, pero refutado de inmediato casi punto por punto por José Luis Villacañas, experto en historia y catedrático en la Complutense, en su libro Imperofilia (3ª edición, 2019). Y lo hace de una manera contundente y poco frecuente entre expertos al considerar el trabajo de Roca Barea como “artefacto ideológico dañino y peligroso” que él denomina como “populismo intelectual reaccionario”. Esto nos recuerda que seguimos sin un relato creíble de la historia española más reciente. Ahí está Vox -y Ciudadanos- como signo emergente de un renacimiento imperial excluyente, empeñado en que triunfe un relato falsario aunque ello suponga la quiebra de la convivencia entre diferentes. Una vez más.