EL pasado 11 de abril, la Organización Internacional del Trabajo (OIT) ha cumplido cien años. Se trata de la agencia especializada de las Naciones Unidas más antigua y una de las más activas y con mayor impacto social. No es casualidad su creación tras la I Guerra Mundial si atendemos a su mensaje principal, según el cual la justicia social es esencial para alcanzar una paz universal y permanente. Un mensaje que sigue vigente en su Constitución y que irradia toda su actuación. Retumba todavía lo indicado en su preámbulo, cuando se afirma que existen condiciones de trabajo que entrañan un alto grado de injusticia, miseria y privaciones para un gran número de seres humanos.

Surge así la OIT, movida por sentimientos de justicia, humanidad y paz, con el objetivo de mejorar las condiciones de trabajo. Para ello se dota de una estructura tripartita, donde cada Estado está representado por su gobierno y las organizaciones de empleadores y trabajadores más representativas.

En ese sentido, cobra especial importancia la Declaración de Filadelfia (10 de mayo de 1944), relativa a los fines y objetivos de la OIT. Porque reafirma el lado más humano del trabajo, al proclamar que el trabajo no es una mercancía, y porque en la lucha contra la necesidad vincula lo local con lo global y hace un llamamiento para que los representantes de los trabajadores y de los empleadores colaboren en pie de igualdad con los representantes de los gobiernos, y participen en discusiones libres y en decisiones de carácter democrático, a fin de promover el bienestar común.

Cien años no han transcurrido en vano. Se han aprobado 189 Convenios y 205 Recomendaciones. A pesar de que solamente los primeros son vinculantes para los Estados que los ratifiquen, ambos constituyen un bloque sólido e imprescindible para la correcta gobernanza del mundo del trabajo. Así, mientras que los primeros son fuente de obligado cumplimiento, las segundas son fuente de inspiración. Pero debe matizarse que dicho bloque constituye un suelo mínimo a desarrollar, primero, por cada ámbito regional, como es el caso de la UE o el Consejo de Europa, y, segundo, por cada Estado miembro.

De este modo, durante estos cien años, y partiendo del suelo mínimo mencionado, se han ido definiendo los cuatro objetivos estratégicos de la OIT, a saber: la promoción de los derechos fundamentales en el trabajo, el empleo, la protección social y el diálogo social. En esa línea, cobra especial relevancia la Declaración de la OIT relativa a los principios y derechos fundamentales en el trabajo, adoptada en junio de 1998. Proclama la universalidad de los derechos a la libertad de asociación y a la libertad sindical, el reconocimiento efectivo del derecho de negociación colectiva, la eliminación de todas las formas de trabajo forzoso u obligatorio, la abolición efectiva del trabajo infantil y la eliminación de la discriminación en materia de empleo y ocupación. Y para ello se reconoce el carácter de normas fundamentales de los convenios sobre estas materias previamente adoptados por la OIT, en la medida en que son aplicables a todo Estado con independencia del grado de desarrollo que presente.

Precisamente, como punto de convergencia de los cuatro objetivos estratégicos, y a partir de 1999, la OIT ha profundizado en el concepto de trabajo digno. Así, se entiende que, salvaguardado el suelo mínimo determinado, principalmente por esos convenios de la OIT, el trabajo digno requiere contextualizarse en cada Estado, dependiendo, con frecuencia, de la capacidad y nivel de desarrollo de cada sociedad. En concreto, la Declaración de la OIT sobre la justicia social para una globalización equitativa (2008) establece que la forma en que los miembros alcancen los cuatro objetivos estratégicos de la OIT es una cuestión que ha de determinar cada miembro, teniendo en cuenta, entre otros aspectos, las condiciones y las circunstancias nacionales, así como las necesidades y las prioridades expresadas por las organizaciones representativas de empleadores y de trabajadores.

Pero después de estos cien años fructíferos de labor ingente, la OIT comenzará un nuevo mandato, durante este mismo año, para afrontar los retos que presenta el futuro del trabajo. En efecto, la OIT trabaja desde 2015 en dicha iniciativa y de las distintos trabajaos realizados hasta la fecha puede extraerse cuáles son esos retos. Se ha discutido en diferentes foros sobre todo ello, pero en ningún caso se ha analizado la situación desde el estricto punto de vista de Euskadi. Una labor que a buen seguro resultaría enriquecedora para avanzar en la línea ideada por la OIT. Tal vez, para convencernos de que hay tarea, valga la pena referirse a los retos identificados por la OIT y comenzar a reflexionar sobre los mismos en clave de Euskadi.

Comenzando por las nuevas tecnologías, cabe preguntarse por la forma en que pueda atenderse, a través de las mismas, tanto a la flexibilidad requerida por las empresas como a la necesidad de equilibrar la vida laboral y la vida privada de los trabajadores. Dada la dispersión espacial del trabajo, dichas tecnologías también podrían servir para anclar el trabajo a nivel local. Asimismo, la expansión del trabajo digital está generando formas atípicas de trabajo que tienden a situarse en la economía informal o son simplemente precarias.

Un mercado globalizado y altamente competitivo también requiere una mejor transición del ámbito de los estudios al mundo del trabajo de nuestros jóvenes. Y para ello debería trabajarse más sobre las sinergias que deben existir entre la universidad y el mercado, con el fin de que ambos caminen en la misma dirección y se enriquezcan recíprocamente. En Euskadi somos pioneros en materia de formación dual universitaria, pero todavía estamos dando los primeros pasos. Es necesario elevar el nivel de exigencia en los estudios, compaginando teoría y práctica, para adaptarse a las competencias laborales requeridas.

La promoción de mercados de trabajo inclusivos y la igualdad de género también preocupan a la OIT y, en especial, en lo que se refiere a la calidad del trabajo en la prestación de cuidados, incluido el trabajo doméstico. Nuestra sociedad es la más envejecida de Europa y, por ende, debiéramos prestar especial atención a esta cuestión. Ciertamente, la prestación de cuidados genera valor y hay que cuidar a los cuidadores.

También debiera preocuparnos la gestión de las transiciones de los trabajadores a lo largo de su ciclo de vida. Formar una familia, cambiar de profesión, enfermar, verse afectado por una reconfiguración industrial, el traslado de la empresa o el desempleo tecnológico son riesgos que hay que asumir y abordar. La gran cuestión pasa por crear políticas que puedan garantizar que los individuos tengan recursos que les permitan gestionar las transiciones que pueden tener a lo largo de su vida. Así, comienza a hablarse de los seguros de empleo, que se centran en la formación continua como clave para pasar de unos empleos a otros, sin tener que pasar por el desempleo. Por consiguiente, resulta esencial la capacitación para adaptarse a la evolución profesional, es decir, ofrecer a los trabajadores la posibilidad de estudiar y formarse antes de que se materialice el riesgo de desempleo. La idea de las cuentas individuales de formación financiadas a través de un sistema de seguros cobra fuerza en Francia o Singapur. Por otro lado, está el enfoque que permita a los trabajadores acceder más fácilmente y durante más tiempo a permisos retribuidos, con la finalidad de hacer efectiva la corresponsabilidad en las tareas domésticas y de cuidado, como sucede en Suecia o Alemania. Desde el punto de vista organizacional es necesario adaptar los modelos empresariales para que los intereses de las demás partes también sean consideradas. La economía social constituye un buen ejemplo a tal fin. Y también es importante el tránsito a hacia la economía verde.

Por último, en materia de gobernanza del trabajo es necesario implementar y ampliar el diálogo social. Y consecuencia de las políticas adoptadas en dicho diálogo, la articulación de acuerdos interprofesionales podría facilitar un ajuste de las condiciones laborales a la realidad del país, desarrollándolas y mejorándolas. Dentro de esta gobernanza, la protección social universal sigue siendo un reto. Así, la asistencia social requiere de un nuevo enfoque, las prestaciones de Seguridad Social, una vez garantizado el principio de solidaridad financiero y territorial, debieran poder ser complementadas por subsistemas autonómicos de carácter público y la previsión social complementaria, vía EPSV, debiera extenderse a toda la población.