UNA vez más dos palabras, “fue injusto”, se han constituido en barrera infranqueable a la hora de que la izquierda abertzale se incorpore al recuerdo y homenaje común a las víctimas y a la asunción de un “mínimo ético”, tanto como decálogo de conducta futura, cuanto como herramienta de diagnóstico de lo acontecido.

Como ni el verbo “ser”, en cualquiera de sus formas, ni el adjetivo “injusto” son vocablos ajenos o de uso infrecuente por ninguno de los agentes implicados en el debate, conviene desentrañar qué es lo que hay detrás de estas palabras que puede hacer pensar, acaso equivocadamente, que lo que nos separa a algunas sensibilidades políticas respecto de otras es un abismo en términos de convivencia y no meras discrepancias interpretativas de valores esencialmente compartidos.

Hay un consenso básico de fondo sobre que los crímenes, individualmente considerados, fueron injustos. Incluso los defensores, acérrimos o no, de la pena de muerte como sanción legítima, muy minoritarios entre nosotros hasta ahora en todas las sensibilidades políticas relevantes, están de acuerdo en que no puede ser justa una condena sin derecho a la defensa y al recurso, sin determinación del grado de culpa y sin tribunal legítimo. Mas aún si la condena es a la pena irreversible por antonomasia. Si a la izquierda abertzale se le cuestiona por la acción concreta tal o cual, por muy de ETA que haya sido, estará, creo, dispuesta a reconocer su injusticia, aunque pueda discrepar sobre la determinación de culpas y responsabilidades. (sobre Carrero Blanco y Manzanas ya diremos algo más adelante).

Si esto es así, el problema no residirá tanto en decir que “matar fue injusto” en este o aquel caso, sino en asumir que la historia de ETA, en cuanto tal y en la medida en que la violencia con resultado de muerte es un ingrediente fundamental de la misma, es una historia de la injusticia. Yo creo fervientemente que es así, y siento la obligación de explicar el porqué, pero también que es un ideal que puede que trascienda el mínimo ético que nos es imprescindible para convivir.

Durante un amplio periodo de su existencia (1959-1968, casi un 20% de su vida), ETA no hizo sino lo que con mayor o menor eficacia realizaban también otras organizaciones políticas, o incluso sindicales, de la época: actividades de propaganda entonces ilegal, de solidaridad con presos y sancionados de todo tipo, de apoyo a huelgas y protestas de diversa índole, sabotajes a instalaciones públicas con, en general, escaso riesgo para la vida ajena? La condena ética de la historia de quienes realizaron actividades como estas lastraría de manera injusta la imagen de organizaciones que tienen poco de qué arrepentirse.

Durante otro quinquenio adicional (más o menos), ETA solo realizó asesinatos muy puntuales (Manzanas y Carrero) aunque provocó, o no quiso, no supo o no pudo evitar, algunas muertes adicionales en enfrentamientos a tiros con las Fuerzas de Orden Público (que así se llamaban entonces).

Quiere esto decir que durante prácticamente un tercio de su trayectoria, ETA entendió, salvo en casos muy concretos, que asesinar premeditada e intencionadamente no formaba parte de la respuesta justa a la agresión “española” que percibía. Condenar éticamente toda una historia sin distinguir periodos ni actividades debe ser el resultado de una reflexión muy detenida, por cuanto supone asumir el riesgo de olvidar muchas cosas.

Aún así, no reniego de considerar que la de ETA es una historia de la injusticia y que su actividad violenta fue injusta a lo largo de toda su existencia. Hay dos motivos fundamentales; uno es que nunca estuvo dispuesta a someter su objetivo de constituir un estado vasco socialista e independiente al contraste con la voluntad democrática del pueblo vasco al que decía representar. Y un segundo relativo a que jamás estuvo dispuesta a tomar en consideración en su actividad los requisitos que impone la doctrina de la legítima defensa.

Por supuesto que en cierta época (la dictadura franquista, en la posterior el argumento es más débil) pudo existir la agresión ilegítima que es su primer requisito, pero nunca existió la racionalidad de medios, medida en términos de proporcionalidad de la respuesta empleada y eficacia de la misma para hacer cesar aquella. Jamás, que se sepa, sometió ETA sus acciones a análisis (y autocrítica) de esta naturaleza, todo lo más en algunos casos se pusieron en cuestión las consecuencias de las actuaciones con respecto al respaldo popular y hasta en determinado momento se reconocieron algunos “errores” concretos, básicamente de identificación, sin explicar a qué se debían ni exponer las medidas a adoptar para evitar su repetición.

Todo esto, que basta para llegar a las conclusiones que expongo, no forma parte del mínimo ético que estamos obligados a exigir a todas las organizaciones políticas como principio básico de convivencia presente y futura. Sin perjuicio de que cada uno y cada una tengamos no solo derecho, sino casi hasta obligación individual de tener al respecto opinión propia, dilucidar responsabilidades sobre el pasado es tarea primordial de tribunales e historiadores y no cabe exigir sobre las mismas, y menos todavía con carácter de mínimo, consensos que olviden que caben legítimamente perspectivas distintas de análisis y valoración.

No quiere esto decir que no sea deseable un consenso amplio sobre la materia y una autocrítica de todos sobre las posiciones que hayamos podido mantener con anterioridad, sino que su ausencia no constituye una barrera infranqueable para que podamos colaborar y convivir.

¿Qué es entonces lo que debería significar “fue injusto” y que todos deberíamos estar dispuestos a asumir? Que matar fue injusto, lo hiciese quien lo hiciese, aunque principalmente quien mató durante el último medio siglo fue ETA.

Que si frente a la dictadura franquista hubo otras actividades violentas en menor grado que pudieron tener cierta legitimidad desde la perspectiva de la legítima defensa a que hemos hecho referencia y que por eso tuvieron un elenco de practicantes mucho más amplio que el de ETA, dejaron de tenerla cuando hubo otros cauces, los democráticos (que desde mi perspectiva incluyen la desobediencia civil pacífica) para expresar el disentimiento.

Y que todos hemos adquirido del pasado la intención de no repetirlo.

Si el optimismo que manifestaba al inicio en torno a la valoración compartida de los crímenes concretos tuviese base fundada, podríamos no estar muy lejos de poder decir todos, excepciones anecdóticas aparte, que fue injusto. Mientras tanto, nunca estará de más que le digamos a cualquiera lo que pensamos sobre ello.

* Analista