HAY palabras cuya sonoridad al ser pronunciadas multiplica, no tanto su significado, aunque sí el impacto producido sobre quienes escuchan. En los tiempos actuales, y en el ámbito de la política, que es el ámbito en que he venido ejerciendo mi compromiso social, la palabra que mejor define y representa mis sensaciones es “estupefacción”. No solo porque su sonoridad es ostensible, sino porque el significado de la palabra -“pasmo o estupor”-, resulta contundente: “Pasmo”, como asombro extremado, y “estupor”, como indiferencia. Cuando concurren en una misma actitud el asombro y la indiferencia, el resultado suele ser fatal para la gran mayoría de las personas que asisten, atónitas e impotentes, a situaciones que no son capaces de entender. Tal está empezando a ocurrir ahora que la política (y los políticos) apenas aportan soluciones a los problemas porque prima la consecución del poder por encima de la solución de los problemas que nos acucian.

En estos momentos nos encontramos en pleno proceso electoral. En menos de dos meses los ciudadanos vascos se van a ver involucrados en, al menos, cuatro procesos. No son pocos los ciudadanos a los que esta acumulación de convocatorias les abruma. Del mismo modo que son bastantes los que adelantan que van a votar sin analizar en exceso las propuestas concretas, que van a votar a quien siempre han votado, o que da lo mismo votar a unos u otros porque “son los mismos perros pero con diferentes collares”. Veamos, en solo un mes un elector de mi pueblo, por ejemplo, deberá elegir a su futuro alcalde, para lo cual tendrá que sopesar posibles vínculos de vecindad así como propuestas muy concretas en las que tanto jugará la habilitación de un camino vecinal como la imposición de un nuevo tributo local o la implantación de una línea de ayudas económicas a los pobres y desasistidos por la fortuna.

Al mismo tiempo, habrá de elegir quién será el que gobierne en las instituciones cercanas, que son las diputaciones forales, aunque sus competencias sobrepasen los límites del pueblo y se fijen en los límites de los llamados Territorios Históricos, es decir las antiguas “provincias vascas”. Es evidente que las competencias u obligaciones de dichas diputaciones forales son tan suficientemente amplias y complejas -ordenación del Territorio, políticas tributarias e impositivas, obras públicas, fomento de la cultura, articulación de políticas sociales que protejan a los ciudadanos desde la infancia hasta la senectud, etc.- como para ser cuidadas y fomentadas, incluso desde los propios ayuntamientos, que deben obligarse a mantener vínculos muy estrechos con ellas.

También tendrán lugar las elecciones a las instituciones europeas, que suelen ser tratadas con cierta distancia por parte de los ciudadanos, probablemente porque no saben bien cuáles son sus competencias reales, más aún, desconocen el alcance de las medidas que adoptan a lo largo de cada mandato. Este desconocimiento suele llevar a la abstención, que se ejerce de forma irresponsable teniendo en cuenta que las políticas comunitarias inciden muy directamente en las políticas puntuales que se definan y desarrollen en las políticas de ámbito meramente nacional.

Y además, en esta ocasión, se elegirán los representantes que ocuparán los asientos del Congreso y Senado españoles, que son foros sagrados en los que los representantes de la soberanía popular debaten y deciden cuáles han de ser las reglas y leyes que vigilen nuestros comportamientos, así como las acciones que el gobierno deba desarrollar para proteger a los ciudadanos y facilitar formas de vida saludables y holgadas para todos.

Va a ser bastante complejo para los ciudadanos tomar una decisión juiciosa y responsable, más allá de quienes por estar afiliados a un partido concreto (que son demasiado pocos en España) se dobleguen a votar a sus siglas de cabecera. En muchos casos, la afiliación a unas siglas determinadas libera a los votantes de discernir entre lo malo y lo mediano, o lo mediano y lo bueno, convirtiendo a los sujetos activos y fundamentales de cualquier proceso electoral, que son los electores, en meros depositantes de tarjetas prefabricadas. ¿No serían otros los resultados electorales si los ciudadanos no recibieran en sus casas las papeletas y debieran acudir a la Mesa sin sus decisiones prefabricadas y distribuidas de forma tan interesada? No me caben dudas de ello, porque los partidos políticos compiten en menor medida entre ellos para ofrecer medidas sociales, que en utilizar estrategias y añagazas para mover los votos en una u otra dirección en base a eslóganes poco esclarecedores.

Recientemente, en un debate de televisión en el que participé, la discusión se produjo alrededor de una constatación: cada vez son más los ciudadanos que votan por correo, es decir, sin acudir hasta las mesas en las que las urnas constituyen una imagen noble, un símbolo claro y palpable de la democracia por la que llorábamos cuando el franquismo nos tuvo secuestrados, cuando no teníamos voz (porque no nos permitían hablar salvo para decir “viva” o “arriba”), ni voto (toda vez que quienes nos mandaban no admitían que nadie pudiera sustituirles). El voto por correo resulta imprescindible para facilitar que quienes el día de autos (elecciones) no pueden acudir al lugar de la llamada puedan expresar su voluntad, pero entendido y administrado como un modo de huir de la visión pública, de los otros, o un modo de practicar un restringido anonimato, resulta abominable. Es cierto que son muchos los que, por estar inscritos y pertenecer a un partido político siempre votan a su opción, pero los que obran de ese modo no suelen ser los que huyen de las urnas. Suelen alejarse de las urnas quienes las consideran más una complicación a afrontar que un compromiso social que cumplir. Sin embarga, depositan su voto en su urna (buzón) de Correos sin abandonar el secreto de su propio hogar. Deseo resaltar y subrayar la importancia que, para cualquier demócrata, han de tener las elecciones, más aún la trascendencia que ha de darse al día en que los ciudadanos cobramos un protagonismo tan importante. Un voto aislado apenas sirve para casi nada concreto y sin embargo lo es todo, del mismo modo que una piedra del acueducto de Segovia apenas es nada, pero unida a las otras piedras conforma y completa tan insigne monumento. Así se construye, y mantiene, la democracia, palabra a palabra, papeleta a papeleta? y quien juzgue que una papeleta de más, o de menos, no cambia nada, deberá pensar que, una tras otra, las papeletas y las urnas son las que dan consistencia a nuestra democracia.

“¡A votar!”, diría Joaquín Prat rememorando sus tiempos televisivos en que presentaba concursos. Las elecciones no son un juego ni un concurso. Son la esencia de la democracia y ya que nos autoproclamamos “demócratas”, debemos serlo con vocación de tal, sin remilgos. ¡A votar!... Responsablemente.