HACER la política a base de Decretos de Ley es convertir la política en algo inestable y usar una añagaza propagandística por la vía de los hechos. Sin embargo, cuando la situación es como la actual en España, no quedan otras posibilidades. El gobierno ya finiquitado de Pedro Sánchez continúa usando la fórmula del decreto para aprobar mejoras económicas y sociales para los ciudadanos. El hecho de que se use esa fórmula tan tajante tiene una ventaja, como es que los ciudadanos no tengan que esperar a que se consume un proceso electoral para beneficiarse de una mejora, es decir, que pueda elegir su opción electoral a sabiendas de lo que tal opción comporta. Pero tiene también desventajas. Una, la más importante, es que mediante el mismo procedimiento, en caso de que ganaran los opositores, se desmontarán los decretos para volver a la situación inicial o a alguna peor. Hay otra desventaja más: que la democracia ceda sus modales a un procedimiento de acción-reacción que, llevado a sus últimas consecuencias, genera inestabilidad y convierte el sistema en un ring de boxeo. Ahora mismo estamos entrando en esa estrategia, que responde al mismo tiempo a la desideologización en que perviven las nuevas formaciones políticas (Ciudadanos, Podemos, Vox, etc?), mucho más interesadas en forzar debates estériles con la única función de atraer votantes que en dar respuesta a los retos, peligros y carencias que atenazan a la sociedad actual y hacen más penosas las vidas de los ciudadanos. Y responde igualmente a la futilidad con que quienes se dedican a la política activa optan por fichar por uno u otro partido político convencidos de que los idearios de unos y de otros tienen más espacios en común que ideas que justifiquen enfrentamientos o diferencias reales.

Como si de futbolistas de élite se tratara, en los últimos tiempos, coincidiendo con el espacio y el tiempo preelectorales, han proliferado y fructificado adquisiciones de políticos con la única misión de llenar listas electorales de formaciones diferentes a las suyas de toda la vida, eso sí, llenando las nuevas listas siempre y cuando los elegidos para ello ocupen lugares de orden cuya elección esté asegurada. De no ser así, se opta por el anonimato. Y bien, no solo están en su derecho quienes optan por ello sino que, previa una explicación solvente de la razón del cambio de siglas y del fichaje consumado (o sea, del paso a las filas “contrincantes o enemigas”, que de todo hay), cualquier cambio de ubicación debe ser respetado.

La desideologización de los partidos políticos no solo tiene lugar porque las ideologías hayan abandonado su rigor a la hora de articular medidas transformadoras de la sociedad. También la nomenclatura ha convertido a las formaciones políticas en añagazas que lo mismo entusiasman cuando son abrazadas que provocan rechazo cuando son rechazadas. Los dos nuevos partidos de ámbito nacional, con presencia significativa en las instituciones, surgidos en gran medida tras el fracaso (o descrédito interesado) de los partidos tradicionales e históricos, adoptaron nombres asépticos que parecían abiertos a cualquier persona, ya fuera de una u otra tendencia ideológica. Más aún, sus líderes han evitado usar apelativos que marcaran claramente adscripciones ideológicas. Todos somos “ciudadanos”, todos tenemos por tanto (a priori) un lugar reservado en el partido de Rivera. Y todos queremos y nos consideramos capaces de todo, de modo que todos “podemos” y tenemos por ello un lugar en la formación de Pablo Iglesias (Turrión, que no Posse). Sin embargo, para ser del PSOE es necesario pegarse en el pecho y en la espalda la pegatina de “socialista” y, a poder ser, elegir la clientela pertinente en base a unos principios ideológicos, a una filosofía y a un modo de vida, incluso.

Al final, importa demasiado poco el modelo de sociedad al que se quiere llegar, porque el poder que los líderes reclaman en los procesos electorales lo otorgan las papeletas de los descontentos y no las de los concienciados que buscan y persiguen una sociedad más justa y equilibrada. Los líderes políticos que critican al gobierno saliente por aprobar decretos en periodo preelectoral lo hacen en buena medida porque están convencidos de que las medidas que se aprueban son útiles y buenas, pero sobre todo porque creen, con acierto, que quienes puedan sentirse satisfechos como destinatarios de tales medidas van a convertirse automáticamente en votantes del partido que promueve y aprueba dichos decretos. El recurso al que se acude para acusar de “electoralismo” al partido que actualmente gobierna en funciones puede ser fácilmente contrarrestado con solo variar la dirección de las denuncias, pues si está fuera de lugar que quien ostenta un gobierno en funciones lo utilice a pleno rendimiento y vigencia, igualmente lo estará quien utilice las críticas con fines espurios. Peor aún, quienes han forzado la caída del gobierno, tan necesario como legítimo, sin sopesar -o quizás precisamente después de haber calculado las posibles consecuencias- el perjuicio que se hace al Estado y a los ciudadanos que esperan que su gobierno les proteja y facilite las condiciones para que sus vidas sean más saludables, sobre todo menos penosas, son los responsables de todos los perjuicios.

La disyuntiva en que nos encontramos las gentes de bien es evidente: o potenciamos un Estado que proteja y ayude a vivir a todos conforme a unos parámetros dignos o dejamos hacer a quienes creen que el Estado es un rehén, dado que una victoria electoral de ellos les convertirá en sus únicos usufructuarios. Lo que viene sucediendo en España no es muy diferente a lo que ha sucedido en bastantes países europeos hace solo unos años. Parece más importante de qué modo se gestiona lo público que para quién se gestiona lo que es de todos pero disfrutan con mayor intensidad los aventajados en el reparto. Y esto es, en buena medida, la consecuencia más importante del ocaso de las ideologías. Resulta más fructífero, a la hora de conseguir votos, hablar de la impermeabilización de las fronteras continentales que propugnar el respeto a los derechos humanos de todos. Resulta más fructífero desacreditar a las ideologías por antiguas que hacerlo por injustas e ineficaces, es decir por provocar la construcción de sociedades basadas en las desigualdades económicas y sociales.

Y es eso precisamente lo que está enterrando bajo las tierras del olvido a las ideologías que se empeñaron, y aún se empeñan aunque con escasa intensidad y menor éxito, en liberar de sus cadenas a los oprimidos, o en impedir que otras cadenas nuevas menos visibles físicamente, como la pobreza material e intelectual, conviertan de nuevo a los más pobres y humildes en los parias de la Tierra.

Lo que el Gobierno español viene aprobando mediante diversos decretos es posible que, en la forma, pueda ser criticable, pero es tan grande la necesidad de tomar dichos acuerdos en beneficio de los ciudadanos que no caben las demoras al respecto. Cuestión de urgencia; y nada más.