LA combinación dentro de un mismo proyecto de estado-nación de elementos antiguamente contrapuestos, incompatibles y excluyentes da una idea de la magnitud y el alcance de los cambios de que estamos siendo testigos recientemente dentro del marco ideológico neoliberal que comenzó hace casi cuatro décadas.

La rivalidad más significativa se da, sin embargo, entre democracias y sistemas autoritarios, entre Occidente y China. Esta rivalidad ha ido adquiriendo un perfil más nítido en la medida en que Estados Unidos ha optado por renunciar a liderar la gobernanza global como estrategia aparentemente necesaria para enfrentarse a su declive relativo, y en la medida en que el poder chino se acrecienta y se expande de forma aparentemente imparable. En este contexto, multipolar y transnacional, de globalización extendida aunque frenada, y de incipiente guerra fría, la retórica de la prosperidad común no ha perdido su relevante papel en las relaciones internacionales.

“Prosperidad común” no es un eslogan arbitrario. Está inspirado en las palabras del Secretario del Tesoro de los Estados Unidos, Henry Morgenthau, en el cierre de los acuerdos de Bretton Woods (New Hampshire, EE.UU.), donde delegados de 44 países se reunieron del 1 al 22 de julio de 1944 con el fin de acordar una serie de nuevas reglas para el sistema monetario internacional posterior a la Segunda Guerra Mundial.

“Espero que esta Conferencia centre su atención en dos axiomas económicos elementales” dijo Morgenthau. “El primero de ellos es que la prosperidad no tiene límites fijos. No es una sustancia finita que deba disminuir por efecto de la división. Por el contrario, cuanto más la disfruten otras naciones, más tendrá cada nación para sí misma. El segundo axioma es un corolario del primero: la prosperidad, como la paz, es indivisible”, añadió.

Hoy, en 2019, Estados Unidos ya no mantiene este espíritu de prosperidad compartida. Es China quien lo hace. Y China quiere liderar un nuevo orden mundial diseñado por ella misma, con unos objetivos y valores que difieren claramente de los occidentales. Pero, ¿será China capaz de liderar y gobernar la globalización dentro de un marco multilateral donde Estados Unidos esté ausente o sea un actor secundario? Por otro lado, ¿puede darse la llamada trampa de Tucídides, es decir, el recurso a la guerra de una superpotencia en declive para mantener su poder? Vale la pena plantear algunas cuestiones sobre la situación actual de Estados Unidos, que califico de declive relativo.

Donald Trump es el primer presidente estadounidense que aborda abierta y frontalmente la cuestión del declive de Estados Unidos, una de las razones por las que consiguió nada menos que 65 millones de votos en las presidenciales de noviembre de 2016, con los que consiguió ganar esas elecciones. La retirada de los Estados Unidos del Acuerdo de París ha planteado, en forma aguda, el futuro no estadounidense de la gobernanza internacional. Trump considera que el mundo se aprovecha de EE.UU. y que su país resulta perjudicado en los actuales equilibrios de poder económico. La estrategia que pone en práctica es retirar selectivamente al país de sus compromisos internacionales para centrarse en EE.UU. y detener su declive.

Tal declive es evidente y paralelo al declive europeo. En aspectos como la competitividad del sector manufacturero, los índices de desigualdad socio-económica y de desarrollo sostenible, o la influencia global del sistema de I+D y el porcentaje de patentes americanas en el mundo, los datos arrojan peores resultados que hace un cuarto de siglo. La capacidad adquisitiva de los estadounidenses no aumenta, y en muchos casos decrece de forma continuada, desde hace al menos treinta años, si medimos los datos de renta per cápita ajustados por la inflación.

La receta proteccionista de Trump contra el declive estadounidense no es atípica, pero llega con numerosos efectos y daños colaterales y ni siquiera está asegurado que vaya a ser exitosa. Que esté siendo capaz de mantener su base electoral se debe, en buena parte, a su perfil anti-establishment y a que muchos estadounidenses le agradecen que se haya interesado explícitamente por su prosperidad perdida. “Make America Great Again” ha resultado ser un grito de guerra con el que muchos estadounidenses se identifican fervorosamente.

Pero hay otra dimensión importante del trumpismo que ayuda a entender su tirón electoral y la continuidad de sus apoyos populares. Trump no es un outlier, un caso exótico dentro de la tradición política estadounidense, sino que representa el racismo y la supremacía blancos, que siempre han estado presentes pero nunca hasta ahora se han visto necesitados de imponerse de forma explícita.

En 2016, Trump ganó entre todos los grupos de población blancos: urbanos, suburbanos, rurales, jóvenes, de mediana edad, adultos, mayores, y en todas las regiones de la geografía estadounidense. No es una coincidencia y, por eso, el motivo para preocuparse son las actitudes y los comportamientos de los millones de personas que lo siguen y apoyan, y que le podrían llevar de nuevo a la victoria en 2020. El racismo blanco americano es persistente. De la misma manera que el “pecado original” de la democracia española es el genocidio franquista y la impunidad de ese régimen tras cuatro décadas de democracia, el “pecado original” de la democracia estadounidense es la esclavitud. Franco lleva 43 años muerto, pero la España que representó está viva y operativa. En EE.UU. se necesitó casi un siglo y una guerra civil para erradicar la esclavitud. Y otro siglo para hacer ilegal la segregación. Hoy, las actitudes y los comportamientos que justifican abiertamente el racismo siguen muy presentes.

Debido a las inapelables tendencias demográficas, el declive relativo estadounidense como país y potencia mundial está coincidiendo con el declive demográfico de los blancos americanos, descendientes de los inmigrantes europeos. La demografía indica que la presidencia de Trump, sea hasta 2020 o 2024, puede ser la última ocasión en que alguien con su perfil supremacista gobierne EE.UU. Esta percepción de fin de época añade elementos de irracionalidad a la política estadounidense. Se observa en el comportamiento del presidente y en la creciente y muy aguda división del país en líneas raciales e ideológicas.

El declive demográfico de la población blanca en EE.UU., y el temor extendido a la consecuente pérdida de poder, tiene su reflejo en Europa, donde muy pocos quieren aceptar la necesidad de la inmigración, y de los cambios derivados en la identidad europea, para paliar las consecuencias del progresivo y ya acusado envejecimiento de la población. Se dibujan así los contornos del declive de Occidente, un contexto que ha aprovechado China para avanzar en su expansión económica e ideológica.

Visto el espectáculo distópico de los Estados Unidos de Trump, vale la pena recordar al distinguido historiador estadounidense de las ideas Richard Hofstadter, quien dedicó parte de sus esfuerzos académicos en los años 50 y 60 del pasado siglo, desde su cátedra en la Universidad de Columbia, a “dar sentido a los brotes recurrentes en la nación de la irracionalidad y el iliberalismo”, las “manifestaciones psicóticas periódicas que pretenden ser cruzadas morales”, la “revuelta contra la modernidad”, y el “estilo paranoico en la política estadounidense”.

A Trump, que encarna esta irracionalidad en la política americana, le ha tocado afrontar el asunto estratégico de mayor importancia para Estados Unidos desde 1945. Una desgracia, porque no es la persona más adecuada para enfrentarse a los retos a la legitimidad internacional de su país que se derivan del declive americano.

En cualquier caso, ¿debe Estados Unidos continuar su retirada del escenario mundial, poner su casa en orden y no arriesgarse a hacer frente a una potencia en ascenso, a la espera de volver a ganar estatura? ¿Deben las democracias occidentales actuar de forma concertada para detener la erosión de su poder global o resignarse quizá al dominio de una China que no esconde sus ambiciones globales?