EL caso del máster de Cristina Cifuentes ha sido, y continuará siendo, un asunto muy jugoso para todas aquellas personas que trabajan en el ámbito universitario, ya sea en un puesto docente, ya en un puesto administrativo. Muy jugoso porque viene a demostrar algo que todos intuíamos: el trato de favor hacia determinadas personas en lo que tiene que ver con la concesión de títulos académicos.

Es una cuestión que históricamente ha salpicado a gentes de todo color político e ideología y a muchas universidades. El único requisito para que estos tratos de favor sucedan es la propia disposición del centro universitario y la existencia de docentes con vista gorda y mano suave, que es lo que ha quedado claro en el caso de Cifuentes. Porque una vez que la presidenta ha dado la batalla a las acusaciones mediante su comparecencia, eso es lo que se desprende de sus palabras, que en la Universidad Rey Juan Carlos le han sobado el lomo con fruición. Su trabajo de fin de máster sigue sin aparecer, pero la presidenta tiene respuestas para todas las acusaciones que se le hacen. De ello se desprende algo importante: que aquello de lo que se le acusa es cierto, pues nada niega y que para todo tiene ella una explicación. Así que la presidenta se matriculó en un máster presencial tres meses después de empezar el curso, no asistió a las clases, no realizó los exámenes -o al menos no junto a sus compañeros- y no defendió su trabajo en fechas oficiales sino ante un tribunal montado ad hoc, en fechas elegidas y en lo que, según se desprende de su explicación en la rueda de prensa posterior a su comparecencia, parecía ser más una reunión de amigos dispuestos a convertir una defensa en un mero trámite solventado en diez minutos. Son cosas que sabemos que suceden en determinados centros, pero que no deberían suceder. Cuestiones que la presidenta considera que son propias de los estudios de posgrado.

Tras la comparecencia de Cifuentes, sorprende ver el poco valor que da al propio máster, la poca emoción que el título le produce e incluso la demostración de un cierto descrédito hacia la validez del mismo. Una posición que, con seguridad, no comparten ni sus compañeros de curso ni el resto del alumnado español que haya pagado y cursado un máster en algún momento de su vida; alumnado al que nunca se le ocurriría pagar por un curso comenzado hace tres meses. Esa es la típica cosa que solo se hace sabiendo a buen seguro que todo se va a desarrollar según algún acuerdo previo.

El trabajo en cuestión no aparece a día de hoy. Ella no lo tiene. Pero tampoco la Universidad Rey Juan Carlos parece tenerlo y, de forma oficial, es a la institución a quien corresponde mostrarlo. Como defensa, la presidenta muestra un montón de papeleo que en sí mismo no es sino la prueba del delito en tanto en cuanto se le acusa de haber recibido trato de favor. Quizás, de pronto, el famoso trabajo de fin de máster aparezca en los archivos digitales de la universidad y en la biblioteca perdida en las mudanzas de la presidenta. Sin embargo, con documento o sin documento, lo que no se puede evitar es la sensación de que nos encontramos ante una alumna poco aplicada, ávida de encontrar oportunidades que le descarguen de las obligaciones propias de la titulación, que busca y encuentra todas las rendijas que existen, pero no deberían existir, en el sistema universitario. Eso no dice demasiado en favor de quien se ha autoproclamado paladín anticorrupción. Cristina Cifuentes ha pasado por el máster agarrada a la cola del viento que sopla entre la Comunidad de Madrid y la Universidad Rey Juan Carlos.

De la declaración de la presidenta sacamos en claro lo siguiente: que tiene un título que no le interesa lo más mínimo, que no valora, al que no tiene aprecio; que lo ha conseguido con menos esfuerzo que el resto de sus compañeros y compañeras de curso; que quita valor a los estudios de posgrado; que destapa todas las laxitudes que pueden existir en el sistema académico y que termina dejando a este en una posición poco digna. Su situación hoy se tambalea. En el camino cae el prestigio de esta universidad pero, ¿a quién le importa el prestigio de una universidad estando en juego el suyo propio?