TENemoS un problema con la política, un problema que no se arregla mejorando los instrumentos de los que disponemos sino cambiando de problema; no es que tengamos bien identificado el problema y nos falle únicamente el instrumento con el que pretendemos solucionarlo. Nuestro desacierto es más radical: ha cambiado la función de la política y seguimos pensando que lo único que deben cambiar son las soluciones, haciendo que la misma política sea ahora más eficaz o modificando el formato.

El reciente libro Cultura política en Occidente. Arte, Religión y Ciencia; Tomo I, Antigüedad, de Paco Letamendia, ayuda a comprenderlo. La obra tiene su origen en la dilatadísima y comprometida trayectoria intelectual y profesional del autor. En cuatro tomos (se ha publicado ya el primero, editado por la UPV/EHU, y sumará otros tres) aborda todos los temas culturales que le han ocupado e interesado a lo largo de su actividad docente e investigadora, centrados en la cultura política; y para ello se remonta hasta los orígenes, Grecia. Su tesis clave, el elemento troncal y vertebrador de esta primera contribución al análisis de la cultura política en Occidente, es que por tal ha de entenderse la orientación de los seres humanos hacia los elementos del poder. Y sostiene de forma fundamentada y con rigor que esta ya existía antes de la aparición de las ideologías modernas (liberalismo, conservadurismo, socialismo, fascismo?) y antes de las identidades políticas modernas (las obreras y las nacionales) y de las posmodernas. Existía, sí, cabía hablar ya entonces de lo que hoy entendemos por cultura política. Pero se alimentaba de los aportes de la religión, el arte y la ciencia.

El viejo tópico de que los universitarios nos preocupamos más de que nuestra ideas suenen bonitas u originales y no de que sean útiles no se cumple en este caso, porque la obra de Letamendia, repleta de matices y de ricas aportaciones casi omniscientes, aporta un poso de destilación clave para entender qué debemos entender por cultura política, qué valores actúan como motor de la misma y qué papel juega tal cultura en el mecanismo de convivencia social y de ordenación de las relaciones entre poder y sociedad.

Todo ello ayuda a comprender los orígenes de lo que hoy denominamos la “Europa política”, las raíces de Europa, que no es fruto o resultado de la cultura cristiana: esta quedó enriquecida por las matemáticas indias, por la medicina árabe, por el enorme peso de toda la cultura greco-romana. Y ayuda a entender cómo la Edad Media cristiana construyó su trilogía sobre el pensamiento de Aristóteles, que fue redescubierto a través de los árabes; tampoco hay que olvidar que San Agustín, uno de los más grandes pensadores cristianos, no puede ser entendido sin la asimilación de toda la corriente platónica.

Las raíces mismas del imperio son de origen romano y Europa posteriormente eligió el latín de Roma como lengua para los ritos sagrados, para el pensamiento, para el Derecho; la cultura griega a su vez sería imposible sin tener en cuenta la cultura egipcia en ese ámbito, tiramos del hilo en cualquiera de los ámbitos y es realmente claro que el magisterio de los egipcios estuvo detrás de la era de la luz que representó el Renacimiento.

El subtítulo del libro (Antigüedad: Grecia, Roma, cristianismo y antigüedad tardía, edad media) engloba periodos dispares y Letamendia lo fundamenta señalando que la ciencia política, su especialidad, define la cultura política como la orientación de los seres humanos hacia los objetos políticos, esto es, el poder, la legitimación, las instituciones construidas y los territorios en los que se ejerce el poder. Sus elementos son las identidades, que dan estabilidad a las orientaciones; y las ideologías, el elemento dinámico utilizado por las identidades políticas como instrumento de acción y proselitismo.

Su concepción de la modernidad es una de las construcciones teóricas más acabadas que cabe leer hoy día: a su juicio, surge de la interrelación entre tres matrices: revolución científico-técnica resultante de la aplicación de la ciencia a la técnica, consolidación del Estado territorial soberano y hegemonía social y política del capitalismo. Pero, a su vez, cada una de estas matrices ha conocido un largo y contradictorio proceso de maduración que se anuncia en la premodernidad, hunde sus raíces en la Edad Media y recupera incluso algunos elementos de la antigüedad clásica.

¿Existían por tanto ideologías como instrumentos de acción política en la Antigüedad? Se demuestra que sí: poco tenían que ver con las categorías actuales, pues surgían de divisorias de naturaleza religiosa, que producían, eso sí, profundas consecuencias políticas. La confusión de la ciencia política sobre su existencia en estas épocas se debe a que las identifica muchas veces con la instrumentalización y vulgarización de concepciones estrictamente políticas, que eran escasas o faltaban entonces. Pero es que en esos tiempos la cultura política se alimentaba, más que de concepciones políticas apenas existentes, de esos grandes continentes de la actividad humana que son la religión, en un lugar destacado; el arte, como instrumento de comunicación y socialización de las ideas y sentimientos religiosos; y en unos pocos casos, y a mucha menor escala, algunas concepciones científicas.

Cabría proyectar todo su análisis sobre la visión de modelos geopolíticos planteada brillantemente por el profesor Gurutz Jauregui y comprobar cómo confluyen, porque no podemos pretender conquistar mercados a la usanza del viejo imperio romano, por poner el ejemplo de lo que durante buena parte del siglo XX representó EE.UU. hasta la era Obama, a la que sigue ahora la incertidumbre del tiempo populista marcado por la personalidad ególatra de Donald Trump. En todo caso, Europa ni tiene capacidad ni va a plantearse nunca imponer geopolíticamente nuestro modelo en un mundo abierto mediante el recurso a la violencia o la fuerza; sería absurdo, ineficaz y éticamente inadmisible.

Igualmente estéril sería pretender convertirnos en los fenicios del siglo XXI, que hoy día vienen representados por los países del sudeste asiático (China, India). No tiene sentido pretender operar o funcionar con una estricta dinámica de abaratar costes, porque el sacrifico de derechos sociales en el altar de la competitividad no nos ha hecho ni nos hará ni mejores ni más sostenibles.

¿Qué modelo debemos reivindicar y profundizar entonces en el siglo XXI? Debemos retomar el denostado por muchos modelo de la Grecia clásica, el modelo anclado en valores, la cuna de la democracia moderna.