DE mis tiempos de estudiante -oficial, ya que de estudiar no se deja nunca-, uno de los maestros de los que guardo mejor recuerdo, porque sabía explicar, motivar y sobre todo tenía vivencias personales y profesionales que sabía transmitir, es José Manuel Kutz, profesor en el MBA de la Universidad de Deusto, impartido en los años 80 en la ESTE de Donostia. Y es que cuando explicaba lo que era la Empresa nos decía que debía de tratar de conseguir un difícil equilibrio, intentando conciliar los intereses de accionistas, clientes, trabajadores, proveedores, administraciones públicas, entidades financieras, la sociedad en general. Es decir, debía tener en cuenta a los diferentes grupos de interés -lo que en el management llaman “stakeholders”- teniendo como objetivos irrenunciables el logro del beneficio, la perspectiva del largo plazo y la utilización de unos valores éticos, siendo para ello fundamental que la empresa tenga alma, originada por el empresario fundador y que debe mantenerse. Hay quién trata de dar valor sobre todo al accionista (que es el que arriesga su dinero), hay quién se enfoca en el cliente (que es el que paga las facturas), hay quien trata de mimar a los trabajadores (que son los que producen o dan los servicios)? pero la verdad, la dificultad y el gran mérito es que hay que contentar a todos.

Tradicionalmente, en nuestra sociedad vasca hemos alardeado de tener espíritu empresarial aunque bien es cierto que ha podido transformarse en los últimos años en una leyenda urbana. Por una parte, nuestros jóvenes, ahora muy bien formados, buscan salidas profesionales donde pueden: en el exterior, en el funcionariado? y, por otra parte, la figura del empresario tradicional (empresaurios para algunos) se ha ido modificando. No solo existe el empresario individual, hay cooperativas y sociedades laborales, sociedades anónimas además de las limitadas, sociedades multinacionales, sociedades familiares, grupos de inversores internacionales, fondos de inversión, emprendedores, startups? Galbraith, al analizar a las grandes corporaciones, vislumbra tres tipologías de empresario: emprendedor, capitalista y directivo.

Años de maltrato Mirando nuestra intrahistoria, como diría Unamuno, hemos vivido por estos lares unos años en los que la figura de la empresa y la del empresario era maltratada y perseguida por algunos e ignorada y menospreciada por muchos. Por un lado, el eufemismo del impuesto revolucionario y sobre todo su violenta puesta en acción causó irreparables daños humanos, materiales y espirituales y, por otro, la deshumanización del empresario y su catalogación como explotador aún hoy devenga intereses.

No hace muchos años, un consejero de Vivienda llamaba especuladores, en genérico y sin matices, a constructores y promotores. Hay centrales sindicales que piensan que las exigencias pueden ser ilimitadas y hay políticos, que curiosamente no conocen el mundo empresarial más que por referencias, que pretenden que las empresas funcionen como en un cuartel, a toque de corneta, siendo obedientes y disciplinadas para subir los salarios a indicación de parte o asumiendo las alzas de impuestos con resignación religiosa.

En cambio, es de justicia reconocer -aunque al parecer cuesta hacerlo, ¡no hay muchas estatuas ni calles dedicadas a nuestros empresarios!-, que la empresa es el ámbito donde se crea la riqueza de la sociedad, se satisfacen las necesidades de los consumidores tanto en productos como en servicios, se incrementa el PIB, se crean puestos de trabajo y, en definitiva, irradia bienestar a la colectividad, lo que permite a está mantener en la medida de lo posible el llamado Estado del Bienestar e incluso ser solidaria.

La rentabilidad de la ética Respecto a la ética, ahora que por desgracia está tan de moda su ausencia, dicen los manuales (aunque lo importante es que la teoría se convierta en práctica) que para el ámbito empresarial no debe ser una ética cualquiera, es decir, no valen ni la ética utilitarista de Benthamy ni la deontológica de Kant, sino la ética de las virtudes gestada por Aristóteles, profundizada por Santo Tomás y que recaló en la Escuela de Salamanca, ya que si la integramos junto a la Responsabilidad Social Corporativa y el Buen Gobierno en la Identidad de la Empresa es incluso rentable para la misma.

Hace falta mucho valor, muchos arrestos, tener mucha ilusión, poner mucha pasión, para ser empresario, para jugarse el patrimonio propio y/o ajeno y puede que el presente y el futuro. Crear una empresa no es baladí. Todo parte de un sueño, de una idea, de una, puede que, utopía. Y mantener en el tiempo una empresa es primero un arte que para su buen fin necesita del concurso de profesionales cabales, formados, experimentados y prácticos y, segundo, de sacrificio, de esfuerzo, lucha y trabajo. Churchill diría de sangre, sudor y lágrimas. Saber detectar dónde están las necesidades, transformar ideas en acciones, crear riqueza de la nada, dotar de alma a lo creado, hacerla pervivir en el tiempo? es algo casi mágico sin dejar de ser real.

Recordaba Machado que “solo el necio confunde valor y precio”. No tiene precio la figura del empresario ni la creación y existencia de la empresa y el valor de ser empresario y de hacer perdurar la empresa es incalculable. Para ello es preciso darle un sentido, una causa, un alma. Al menos, los demás, los que laboramos en sus centros productivos u oficinas gracias a su creación de puestos de trabajo, los que cobramos impuestos o dividendos gracias a que obtienen beneficios, los que cargamos intereses gracias a que necesitan financiación, los que vivimos mejor gracias a sus productos o servicios... tengamos la gallardía de reconocer el valor del empresario y de la empresa, de los empresarios y de las empresas.