NADIE vuelve más a mi memoria estos últimos días que su figura. Le conocí hace ya unos años en un viaje de esos transoceánicos en el que el tiempo se divide a partes iguales entre el tedio y el ofrecimiento constante por parte del personal de vuelo de comida y bebida. No sé por qué, pero esto último me hace sentir como una gallina en un ponedero de huevos.

Joe F. Warrington, un tejano pasado de peso, parlanchín, de aspecto bonachón e ingeniero electrónico me dio el viaje entre Madrid y New York. Joe, al que no le pregunté la edad -le situé en la cuarentena- me explicó con entusiasmo sus efusiones afectivas y sus aficiones. Entendí muy bien los de la primera sección: familia, religión, comunidad, creo que por ese orden. Pertenecía a la iglesia baptista, una iglesia cristiana y que siempre he asociado a los Estado Unidos de América. La familia era también pilar fundamental: orgulloso, me enseñó las fotos de sus tres hijos así como la de su mujer. Por último, el sentido de servicio a su comunidad, tan extendido en los núcleos rurales de un país donde las divisiones geográficas o históricas tienen poco recorrido, formaba parte de su identidad. La segunda parte, es decir, las de sus aficiones, me remató literalmente: aficionado a las armas desde niño, se jactaba de poseer más de veinte fusiles, subfusiles y pistolas, más alguna granada de mano en su domicilio. Quiso entrar en más detalles, pero rápidamente pedí un plato de espagueti carbonara para diluir la conversación. Mi vecino de asiento no vivía en un hogar, habitaba junto con su familia en un arsenal que hubiera hecho palidecer de envidia a un cartel mafioso.

El pasado día 5, Devin Kelley, exsoldado del ejército estadounidense, entró armado en la iglesia baptista de Sutherland Springs, un poblado rural de Texas, y vació varios cargadores contra los feligreses que atendían la misa dominical en aquel momento. El resultado, 26 muertos y numerosos heridos. Tras un inmenso reguero de dolor y sangre, uno de los feligreses salió en busca de su fusil, persiguió al asesino y le hirió de gravedad antes de que éste se refugiara en su coche, donde al parecer se suicidó posteriormente. Tan solo unas semanas antes, un jubilado de 64 años de buena posición económica había acabado desde su hotel en Las Vegas con la vida de 59 personas y dejado heridas a más de 500. Stephen Paddock, el francotirador, abrió las puertas del infierno antes de descender él mismo y provocó la mayor matanza en la historia de los Estados Unidos.

Ambas noticias son sobrecogedoras, pero lo es aún más el número de ciudadanos que mueren diariamente en aquel país como consecuencia de disparos de arma de fuego. Una media de 93 personas pierden la vida cada 24 horas, lo que contabiliza 33.880 personas al año, según diversas fuentes del propio gobierno. En Estados Unidos se contabilizan 250 millones de armas declaradas, casi una por habitante.

No sé de dónde viene tanta furia asesina. He escuchado en boca de los propios americanos diversas razones para explicar su pasión por las armas; entre otras, la libertad, y la seguridad que, dicen, dan estas. Hay otras justificaciones como la afición a la caza y a los deportes de tiro, pero son mayoría los que hablan de la leyenda de la conquista de un país duro y extenso cuyo dominio exigía el rifle. Los estadounidenses explican la conquista de su país como si fuese La Iliada. Si hacemos menos caso de la épica y más a la narrativa, veremos que tanto Devin Kelley como Stephen Paddock acribillaron brutalmente a gente indefensa que había acudido bien a la iglesia o bien a un concierto. Devin tenía una razón muy alejada de la gloria y mucho más cerca de la prosaica vulgaridad: quería matar a su suegra.

La idea de ser una nación asediada por los malos y el convencimiento de superioridad moral que muchos ciudadanos y ciudadanas tienen de sí mismos explica que la Asociación Nacional del Rifle acoja a más de 5 millones de socios; la más numerosa de todas las asociaciones civiles. Desde 1789, es un derecho constitucional que los estadounidenses puedan portar armas. Si a todo esto le añadimos una cultura individualista que tiene una visión de la sociedad como jungla, el resultado es el que ocupa las páginas de nuestros periódicos cada dos por tres.

Hay que leer a James D. Vance para entender la brutalidad de su entorno. El escritor norteamericano hace un extraordinario relato de las turbulencias que han sacudido el país durante décadas. En su libro Hillbilly, una elegía rural, Vance describe un historia tremenda y real sobre la pobreza, la desestructuración familiar, las adicciones y la violencia en una de las zonas rurales más pobres del este de los Estados Unidos, poblada por los hillbillies, cuya traducción sería paletos blancos. El autor vivió en el filo de la navaja desde su infancia; le salvó el amor de una abuela que le marcó un camino de estudio y trabajo. Vance, conservador en su ideología política, afirma que los responsables son ellos mismos, aunque tienden a culpabilizar a los políticos de sus errores. Hay algo sorprendente en esta mentalidad: lo fundamental es su libertad, aunque sea para desbarrancar su vida. El orgullo es tan adictivo como el country o la comida basura. Todo este desgarro no se centra sólo en los hillbillies, sino en una parte muy importante de la población estadounidense. El retrato de Vance sobre la violencia de sus conciudadanos es magistral.

Se ha abaratado el sufrimiento de los demás. Trump, elegido presidente gracias a muchos de esos paletos blancos, ha sido inusualmente parco en las condenas de estos magnicidios. “Hay mucha gente desequilibrada”, ha declarado como única explicación. ¿Qué otra cosa podía decir un presidente que cuenta entre sus principales aliados con la industria armamentística y que gobierna su país exactamente como eso, como una jungla? Además, puestos a encontrar desequilibrados, Donald Trump no tiene que ir muy lejos.

Mientras tanto, y a pesar de las abrumadoras cifras de muertos por armas de fuego, millones de ciudadanos estadounidenses sostienen que las armas dan libertad; aunque sea para asesinar a tus vecinos de iglesia o pasar el resto de tus día en prisión. Paradojas.