EL ciudadano de a pie tiene una visión incompleta y sesgada del mundo que le rodea. Culpa de ello la tiene no la perversidad del sistema, sino el modo práctico en que se organizan las cosas. Pensamos como si lo único que hay detrás de la pantalla de nuestro televisor fuese la pared del salón. Pero si estuviéramos en el plató del Teleberri, siquiera como invitados, nos daríamos cuenta de la complejidad de la economía mediática: estudios de grabación, camerinos, salas de reuniones, departamentos documentales y de contabilidad... y más allá el amplio mundo de donde vienen las noticias, los análisis y los políticos para ser entrevistados. Todo lo que sabemos sobre el problema islámico procede de pantallazos: disturbios en París, refugiados sirios durmiendo sobre colchonetas en un polideportivo de Múnich, francotiradores de la coalición disparando contra terroristas del Daesh. Al pulsar el botón de apagado, la impresión que queda es la de que todo esto sucede muy lejos, en países a los que nunca se nos ocurriría ir a hacer turismo.

La verdad, sin embargo, es que el conflicto lo tenemos bien cerca. En la mayor parte de las ciudades occidentales podemos llegar a pie, sin cansarnos en absoluto, hasta un barrio poblado por inmigrantes magrebíes, con sus restaurantes típicos, sus oratorios, sus mujeres cubiertas por velos y su particular problemática centrada casi siempre en problemas religiosos o de integración social. Hasta ahora, la clase política y los poderes públicos, aparte de sus funciones orgánicas, han mostrado una indiferencia casi total hacia el mundo islámico y las dificultades planteadas por su integración en las sociedades de acogida. La ciudadanía tampoco muestra alto grado de iniciativa a este respecto y se limita a reflejar la actitud de sus representantes.

Quienes llevan la iniciativa son otros, bien provistos de dinero -procedente de las monarquías petroleras del Golfo- o de ideas difícilmente conciliables con nuestro ordenamiento jurídico y social. Por ejemplo, ese viejo conocido de las fuerzas de seguridad del Estado, el jeque Abdul-Aziz Al-Fawzan, lleva años comprando edificios para instalar centros culturales islámicos. También ha puesto en marcha una cadena de televisión que emite sin licencia (Córdoba TV). Pese a ello, no solo se le tolera, sino que además consigue jugosos contratos de publicidad institucional. Los saudíes financian la construcción de mezquitas y oratorios. Aunque desde fuentes oficiales se insiste en que los planes del emir de Catar para comprar por 2.000 millones de euros la plaza de toros Monumental de Barcelona y construir sobre ella una mezquita no son más que un bulo, podemos estar seguros de que dinero para algo así no iba a faltar.

En Euskadi ha causado revuelo la fundación de una Universidad Islámica en Donostia gestionada por intelectuales que mantienen vínculos con un movimiento marroquí denominado Justicia y Espiritualidad. Con ello quedaría completo el entramado económico e institucional básico sobre el que descansan las relaciones de poder en cualquier sociedad moderna: el sector inmobiliario, los medios de comunicación y un sistema educativo. Solo nos faltan las finanzas. Hablaremos de ello más tarde.

Todo esto no tiene en sí nada de censurable. Al fin y al cabo, lo mismo hacen partidos políticos, grandes empresas, lobbys y otras entidades por el estilo y no pasa nada. Muy al contrario, la contribución a la sociedad es en la mayor parte de los casos positiva. El problema está en el grado de compromiso de las organizaciones y la gente que las apoya para integrarse en el orden jurídico e institucional subyacente. Justicia y Espiritualidad es, pese a las reiteradas proclamas pacifistas de sus clérigos, una organización islámica radical. Conspira contra el gobierno de Marruecos, rechaza el materialismo y los principios laicos de la civilización occidental y, con ello, todo nuestro ordenamiento legal en materia de separación de poderes, igualdad de sexos y otros principios importantes que sostienen nuestro moderno sistema de libertades democráticas y civiles. Aspira a gobernarse por la Sharía al margen de nuestras leyes. Y solo esto, aunque quedase restringido a una parte de la sociedad, ya supone una importante fisura en un entramado de relaciones sociales e institucionales que ha costado siglos edificar.

La financiación de los círculos islamistas, a la que antes se ha hecho referencia, constituye otro problema. Aunque el dinero corre a raudales procedente de países exportadores de petróleo, resulta difícil verlo, ya que los musulmanes, a no ser que sea absolutamente necesario, no suelen recurrir a los instrumentos típicos del sector bancario moderno: transferencias, cheques o letras de cambio. Por el contrario, prefieren fórmulas tradicionales de giro como la hawala o el dinero en mano, más compatibles con un precepto religioso hostil al préstamo con interés. Aunque cueste creerlo, numerosas mezquitas se están financiando a golpe de maletín, con los inevitables problemas de transparencia y el consiguiente perjuicio de nuestras haciendas públicas.

¿Hasta cuándo seguiremos ignorando el problema? En un mundo inquieto y cambiante, el ciudadano intuye que lo que le llega a través de los medios del mainstream no es suficiente para trazar el mapa que le gustaría tener del entorno en que vive. Esto explica el declive de la prensa tradicional y el creciente activismo en redes sociales, a veces desenfrenado y totalmente acrítico. Es ahí donde esta yihad gradual y de baja intensidad puede provocar reacciones caóticas, fuera del control de los poderes democráticos y con un considerable potencial para alterar la paz pública. Es ahí también donde la política debe intervenir, no solo por el bien común, sino como oportunidad para recuperar el prestigio que ha perdido durante las grandes crisis económicas e institucionales de los últimos años.

Se dirá que hay cuestiones más importantes: Pisa, el paro, la modernización del tejido industrial vasco... Cierto. Pero lo cortés no quita lo valiente. No es buena idea permanecer aferrado a actitudes buenistas de dejar hacer, dejar pasar, como si los paradigmas de la multiculturalidad y la corrección política llevasen dentro de sí el elemento estabilizador que asegura su propia supervivencia a largo plazo. Tarde o temprano habrá que asumir que la integración de colectivos musulmanes debe llevarse a cabo mediante una aceptación plena de los principios sobre los que descansa nuestro estado de derecho. Es tan perentorio como cualquier otro que podamos tener en los tiempos que corren.