ESE éxito del expresionismo abstracto americano llegó en forma de exposición el pasado mes de febrero al Guggenheim Bilbao, ubicándose en su segunda planta con 130 piezas de pintura, escultura y fotografías. Piensen que fue el historiador Irving Sandler, autor de El triunfo de la pintura norteamericana, quien sostuvo que las desviaciones formales llevadas a cabo por los expresionistas abstractos procedían de la necesidad que sentían de encontrar significados expresivos innovadores y solo podía comprenderse en relación con esa necesidad. Tal y como sostenía el historiador Robert Goldwater, estos artistas estaban comprometidos a decir la verdad y que hablaban mucho de ello. Una verdad emocional que surgía de ellos mismos y que una vez expresada revelaría la pretensión de sus actitudes emocionales y sociales. Creían en la eficacia de este tipo de honestidad emocional.

George Heard Hamilton, profesor de Historia en Yale y director del museo Williams College, sostuvo dos ideas a este respecto: una, que el arte americano era tan polifacético en sus orígenes como en sus formas de expresión. Dos, que ante la pintura de artistas como Motherwell o Baziotes, a pesar de no ser alegre, se experimentaba un sentimiento inexplicable de lo trágico. Como los agudos y abstractos trazos de color y de línea de Gorky, el tono se hizo más insistente, la ejecución más elaborada, lo que era evidente en el arte abstracto en el intrincamiento del color lineal de Pollock, en las abruptas y asombrosas pinceladas de De Kooning, en las ásperas superficies y violentos contrastes de color y de valor de Clyfford Still, en la escultura y formas de Lipton y de Hare, en los espacios silenciosos de Lassaw y Ferber y en las coléricas formas de Roszak, con un sentimiento agresivo. Hubo quien tachó a estos artistas de estar impregnados de aquello que señaló el poeta Robert Frost: “El valor como virtud humana que más cuenta, porque debemos tener el valor de seguir adelante y de obrar por corazonadas”.

Ya decía el profesor de Harvard John Kenneth Galbraith, que la crítica es la que pone en marcha los cambios por ser una de las características de nuestra sociedad libre. No obstante, hemos de contraponer que la historia de la crítica es la historia de sus equivocaciones.

Cuando Edward Alden Jewell, crítico de arte de The New York Times, vio por primera vez la obra de Gottlieb, Rothko, Pollock, Motherwell y Baziotes, le produjo un estado de perplejidad al ver el arte como una aventura al interior de un mundo desconocido, libre de fantasía y violencia, con temas basados en mitos y símbolos, con una predilección por el arte arcaico que llevaba implícita una desconfianza hacia las tradiciones europeas, incluidas las modernas.

El caos productivo de Nueva York La profesora, crítica y escritora Dore Ashton, autora del libro La escuela de Nueva York, sostuvo que la de Nueva York no era en sí una escuela sino un grupo de individuos perplejos e inseguros que se esforzaban en buscar una dirección y una intuición sobre sí mismos. Nueva York producía una impresión caótica que producía una actividad vital no generada por una ideología concreta. Eran más bien una serie de actitudes. Barnett Newman ya sostuvo que estos artistas creaban un mundo verdaderamente abstracto que puede discutirse solo en términos metafóricos. Porque estos artistas se sentían cómodos en el mundo de las ideas puras, en los significados de los conceptos abstractos. Los artistas estadounidenses trascendían el mundo abstracto para que ese mundo fuese real.

Recuerden algunas ideas de Hans Hoffmann cuando sostuvo que el arte abstracto era una vuelta a la conciencia profesional. Fue portavoz de esta pintura además con un bagaje extraordinario, ya que estudió pintura en París y Múnich, donde coincidió con Delaunay, Braque, Picasso, Kandinsky y Klee. No obstante, De Kooning fue el más virtuoso de todos y el que más influencia tuvo, a pesar de sostener que “siempre parezco estar envuelto en el melodrama de la vulgaridad”. Baziotes decía con frecuencia que “las obras son mis espejos, me dicen cómo soy en ese momento”. Pollock, en cambio, sostenía que “pinto en el suelo para sentirme más cercano y más parte del cuadro, me esfuerzo en mantener el contacto con él, estando en él, siendo parte íntima de él”.

Ya relataba Clement Greenberg, gran defensor de la escuela de Nueva York, en su artículo “Los argumentos en favor del arte abstracto”, publicado en The Sunday Evening Post, que Pollock mostraba la importancia que había adquirido el arte norteamericano, la relevancia de que hubiese florecido un arte que no exhibía la ilusión o semejanza de las cosas con las que estamos familiarizados en la vida real, que no proporcionara espacio imaginario por el que pasear con los ojos de la mente, ningún objeto imaginario que desear o no, ni persona, nos deja solo formas y colores? la subitaneidad del cuadro, un instante, una creciente popularidad de este arte, una manera de adueñarse de las escuelas de arte, galerías, museos, añadido a la novedad y a la moda. La pintura más importante de nuestra época es exclusivamente abstracta. Pollock era de por sí motivo de escándalo. La gente decía “no sé lo que hay en este cuadro, pero no puedo apartar mis ojos de él”. Aquella desintegración y desaparición de las imágenes reconocibles en la pintura y en la escultura, la oscuridad de la literatura, reflejaban una desintegración de los valores en la sociedad misma.

John Golding, en su obra Caminos a lo absoluto, sostuvo que tanto Jung o John Graham como el arte aborigen americano tuvieron tal influencia en Pollock como antes la tuvieron Miró y Picasso. Henry Geldzahler, director de la sección de arte contemporáneo del Museo Metropolitano de Nueva York, ya declaró que “Pollock es de por sí un símbolo del arte norteamericano, informal y rebelde”.

Recuérdenlo como algo taxativo y es que el pueblo llano americano amaba la ausencia de adornos y refinamientos de los primitivos, porque la franqueza sin ornato era sin duda su virtud más apreciada. La crítica de arte Aline B. Saarinen sostenía que no era un arte grande el de los primitivos americanos pero sí un arte excelente el de sus mejores obras, ya que poseían una considerable vitalidad, intensidad, visión original y dominio extraordinario del dibujo y la composición. Se trataba sin duda de documentos y reflejos fascinadores de la vida y el carácter americano.

El sentido trágico John Brown, buscando otras analogías, ya sostuvo que el prestigio que adquirió la novela americana durante aquellos años no era tanto una victoria de sus compatriotas como sí un síntoma de la crisis espiritual que se manifestó en Europa después de la guerra. ¿En el arte no podemos afirmar que sucedió otro tanto? ¿No podemos hacerlo si la novela americana de esos años ha sido comparada con la tragedia griega por la sensación de fatalidad impersonal que rige en ella los destinos humanos, como sucedió en el expresionismo abstracto americano?

La escritora Carson McCullers ya definió aquel tiempo como ese idiota sin fin que corre gritando alrededor del mundo y el dramaturgo Tennessee Williams sobre la contemplación dijo que era algo que existía fuera del tiempo y que lo mismo ocurría con el sentido trágico. Harold Rosenberg escribió para Art News en 1952 el artículo “Los pintores de acción americanos”, en el que sostenía que “el arte moderno era un supremo valor emergido en nuestro tiempo, valor de lo nuevo, pedagógico y poder social. Era usada esta pintura de vanguardia como material para emprendimientos educacionales y lucrativos, el artista tiene un público de nadie a pesar de la mayor universalidad del arte, la vanguardia norteamericana necesita de un público genuino y no solo de mercado, necesita comprensión y no solo publicidad”.

Sabemos que el expresionismo abstracto americano llegó en 1955, con motivo de celebrarse la III Bienal de arte hispanoamericano en Barcelona, con 228 piezas procedentes sobre todo del Museo de Arte Moderno de Nueva York. Alguna exposición individual tuvo lugar ese mismo año en Madrid en las Galerías Biosca por la arquitecta y pintora Lois Langhorst con sus pinturas difuminadas e imprecisas, de rica coloración y vagos acordes y, ya a mediados de 1958, tuvo lugar la exposición La nueva pintura norteamericana en el Museo de Arte Contemporáneo de Madrid, extraordinaria, tanto por su unidad y variedad como por la potencia de su lenguaje plástico. El crítico Juan Eduardo Cirlot sostuvo el giro decisivo que con este arte se había producido en la III Bienal y el propio Alfredo Sánchez Bella, director del Instituto de Cultura Hispánica, sustentó que el Museo de Arte Moderno de Nueva York se trajera a todo su estado mayor; es decir, en pintura, Baziotes, Pollock, Gorky, Rothko, Still?; en escultura, Calder, Ferber, Rossak, Lassaw?; en arquitectura, Wright, Gropius, Aalto, Breuer, Mies, Eames, Saarinen, Neutra? Ante aquella monumental presentación, Henry-Russell Hitchcock, conservador del MOMA, escribió que no era para menos dado que los norteamericanos eran los herederos de la civilización occidental porque reflejaban la modernidad en el arte.

Antecedentes bilbainos En Bilbao, se dio a conocer algo de aquel arte moderno norteamericano a través de la Casa Americana, de la Asociación de Amigos del Museo y de la delegación del COAVN, dado que presentaron en el museo del parque a lo largo de los años 50 las exposiciones La arquitectura moderna norteamericana y Las ciudades de los Estados Unidos. Tengamos en cuenta, como hándicap, la incomprensión generalizada y lo críticos que eran sus muchos detractores bilbainos de la época, periodistas, historiadores y gestores, incapaces de interpretar ese arte. Si la obra de Tàpies y Millares no era entendida, imagínense la de los norteamericanos. No se pierdan esta fantástica oportunidad que ofrece el Guggenheim para disfrutar de esa apabullante estética y para tratar de comprender el porqué del triunfo del arte norteamericano de posguerra.