SÍ, hablamos de deberes y no de derechos; no es una errata. No vamos a hablar de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948. Ciencuenta años después, en el año 1998, en Valencia, se redactó la Declaración de Responsabilidades y Deberes Humanos (DRDH), con la participación de la asociación ADC Nouveau Millénaire y la Fundación Valencia Tercer Milenio y con el apoyo de la Oficina del Alto Comisionado para los Derechos Humanos de Naciones Unidas.
La redacción de la Declaración de Valencia sugiere el mandato de reciprocidad en la relación de derechos y obligaciones y se dirige a los comportamientos requeridos a los individuos y colectivos para que los correspondientes derechos sean defendidos, respetados y articulados en los instrumentos de diseño de las normas personales y colectivas.
Esta lógica, a primera vista evidente en la relación entre derechos y deberes, no está suficientemente extendida ni en su difusión ni en su aplicación. No se emplea para aquilatar las obligaciones en las relaciones mutuas y aun menos en el equilibrio de los límites de lo que se considera humano o antihumano en relación a los deberes. Esta declaración contiene lo exigible en el comportamiento con los demás y plantea lo que las autoridades han de activar en beneficio de los comportamientos saludables para todos. Si nos fijamos en la dinámica cotidiana, cuando surge una reivindicación, nos hallamos ante un continuo debate social centrado en la igualdad y en los derechos, como objetivos de la solución y de la negociación consiguiente. Apenas citamos los principios de la reciprocidad y de la complementariedad para una solución constructiva desde los intereses personales y colectivos.
Una reciprocidad exigible La reciprocidad, que la Declaración de Responsabilidades y Deberes Humanos (o DRDH) explicita en toda su extensión en sus 41 artículos es un elemento hoy ignorado en los sistemas de derechos y consiguientes obligaciones que toda persona o institución debe asumir y ejercer si se proclama conforme con la aplicación universal de los derechos humanos. Toda persona y organización deberían conocerla y aplicarla, so pena de limitar o imposibilitar la aplicación de la declaración de derechos que dicen defender. Y sería muy útil introducirla de forma práctica en todos los niveles educativos y de diseño social.
La DRDH dice en su preámbulo: “El respeto por la dignidad y la igualdad de derechos de todos los seres humanos consagrados en la Declaración Universal de Derechos Humanos constituye la base inalienable de la paz, la democracia, la seguridad humana, la libertad, la justicia y el desarrollo en el mundo, y por ello la consciencia de que el disfrute efectivo y la puesta en práctica de los derechos humanos y de las libertades fundamentales están vinculados de manera inextricable a la asunción de los deberes y responsabilidades implícitos en tales derechos”.
Las responsabilidades y deberes son aquí considerados tanto a nivel colectivo como individual y por ello son principios morales que deben estar insertos en las decisiones personales y en las reglamentaciones y normativas colectivas que las habiliten y promuevan si queremos que la declaración de derechos sea vigente y avance con suficiente eficacia. La cuestión de fondo que nos ocupa es entender el por qué de una ausencia tan evidente en la difusión y aplicación de esta declaración en los niveles educativos, normativos y de exigencia social, que manifiesta un claro desequilibrio entre la reivindicación de derechos y el abandono u olvido de los correlativos deberes y obligaciones.
Decíamos que la igualdad es uno de los asideros de la permanente reivindicación que se deduce de la comparación social. Este planteamiento, en su aplicación exhaustiva conduce a la pobreza de la uniformidad y a la falta de interés por desarrollar novedades y progreso. La desigualdad inteligente, basada en la aportación simétrica en valor y no en intercambios de cosas iguales o del mismo precio, permite el desarrollo equilibrado de derechos y deberes. Por ejemplo, el intercambio de valor de experiencia y conocimiento tecnológico entre generaciones es sin duda una regla de convivencia inteligente que nos hace progresar como conjunto, a la vez que aumenta la calidad de vida de personas de edades y aspiraciones muy distintas. Si estas actividades estuvieran exentas de cargas impositivas, estaríamos fomentando y practicando la desigualdad inteligente generadora de riqueza.
Una cosa es la desigualdad lesiva de derechos basada en el dominio de cualquier tipo, sea mental, físico, económico, heredado o legal, y otra es la igualdad como objetivo absoluto que nos lleva a la pérdida colectiva de capacidades, progreso y futuro. Hoy, la igualdad, en su aplicación uniformizadora, es tanto la demanda como la solución habitual a los conflictos de relación entre distintos. La mera igualdad en derechos y obligaciones no es la respuesta adecuada en tiempos de gran diversidad de capacidades y de intereses que caracteriza al mundo al que vamos a gran velocidad. Los tiempos que vivimos y vivirán nuestros hijos, no pueden aspirar a la uniformidad, sino a la complementariedad en las formas de pensar, saber y sentir, por lo que necesitamos otra dinámica de reciprocidad en lo distinto como método inteligente de convivencia práctica y de progreso.
La desigualdad inteligente Esto requiere bases éticas y normativas mucho más avanzadas que aquellas de las que nos estamos dotando, de pautas mucho más complejas que la redistribución de riqueza, o la igualación de condiciones laborales o de oportunidades de distintos colectivos. La reciprocidad y la desigualdad inteligente suponen que toda persona puede aportar valor a la comunidad en la medida de su capacidad y de sus intereses, para compensar lo que la comunidad le va a aportar en términos de presente o futuro. La propia dignidad de la persona estriba en hacer realidad su aportación social, sea del tipo que sea, y la reciprocidad sostenible es la esencia de la convivencia. Dar a cambio de nada, cuando hay posibilidad de encontrar una aportación útil, es una actitud paternalista y deseducadora en términos de sana convivencia.
Vivimos tiempos difíciles, en los que a veces los pretendidos progresos no son sino fuente de próximos nuevos conflictos, tal vez porque no innovamos en las formas de relación social y seguimos anclados en principios que fueron transformadores en su día, pero que ya no sirven para el futuro, que ya está aquí, y más cerca de lo que queremos imaginar.