eSTA temática básica construye una política exterior, filosóficamente invariable, aun cuando pueda expresarse con formas diferentes según momentos de la historia. Por encima de enfoques idealistas o pragmáticos de sus presidentes, más allá de posiciones intervencionistas o no de las distintas administraciones y salvo la tormentosa experiencia de Vietnam, Estados Unidos no ha dado marcha atrás en cuestiones que históricamente han sido vinculadas de forma directa a su interés nacional y que puedan poner en duda su credibilidad y prestigio internacional, continental y mundial. Su política exterior es considerada parte indivisible del histórico interés nacional de Estados Unidos y se encuentra por encima, incluso, de su presidente de turno.
Tras patrocinar una cadena de golpes de Estado durante el siglo XX, es cierto que Clinton heredó nuevos perfiles en la política exterior, con un despliegue de iniciativas hacia América Latina entre las que destaca el Tratado de Libre Comercio entre Estados Unidos, Canadá y México. La Administración de Clinton puso el acento en los intereses internos como guía para la acción exterior y para ello se volcó en extender las llamadas democracias de mercado. En este sentido, Anthony Lake, asesor de Seguridad Nacional, en septiembre de 1993, dijo algo revelador: “Durante la Guerra Fría, contuvimos la amenaza global hacia las democracias de mercado: ahora deberíamos ampliar su alcance”. De modo que puede decirse que la Guerra Fría tan solo fue una fase en la historia de la política exterior norteamericana. Después de ella, la verdad duradera persiste, de la misma manera que antes de la Segunda Guerra Mundial ya se manifestó en sucesivas intervenciones militares de Estados Unidos en la región de América Central y el Caribe.
Ya el presidente Bush mantuvo la idea tradicional norteamericana de “haga su juego como quiera, pero en el mundo real se hace lo que nosotros decimos”. De hecho, Irak es un buen ejemplo que ilustra la verdad duradera del mundo real. Ya lo dijo Madeleine Albright ante el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, con motivo de una resolución sobre Irak: “Estados Unidos seguirá actuando de manera multilateral cuando podamos y unilateral cuando tengamos que hacerlo”. En este sentido, en el conflicto del Golfo Pérsico, la política exterior de Estados Unidos mostró en toda su magnitud el papel de única superpotencia. En este conflicto, el despliegue diplomático de la Casa Blanca no fue con el enemigo, sino orientado a lograr aliados para incrementar la presión militar sobre Bagdad y hacer la guerra.
El paso de Barack Obama por la presidencia no ha cambiado la política exterior de Estados Unidos. Tal vez llevado por la empatía hacia el primer presidente negro del poderoso país, quise pensar que su política hacia América Latina sería mejor que la de sus antecesores. Ahora que está a punto de dejar la Casa Blanca, puedo decir que me equivoqué y que, una vez más, la política de Estado está por encima del inquilino de la Casa Blanca.
¿Es que alguien cree que los golpes de Estado en Honduras (2009) y en Paraguay (2012), los intentos de subvertir el orden constitucional en Ecuador (2010) y el más reciente impeachment contra Dilma Rousseff son simplemente una secuencia casual? ¿Alguien que piense razonablemente, sin necesidad de apelar a la teoría de la conspiración, puede pensar que estos golpes legales por su dimensión parlamentaria son exclusivamente de obediencia nacional? ¿Tenemos que aceptar que las antenas de la CIA en América Latina han estado ausentes de estos hechos? ¿Que la Casa Blanca no sabía nada?
Con la permisividad de Obama se han llevado a cabo golpes de nueva generación que se distinguen por su apariencia de legalidad y la contención represiva en la medida de lo posible. El esquema se desarrolla invariablemente, movilizando simultáneamente: a) una guerra económica que contempla desinversión y fuga de capitales; inflación inducida; desabastecimiento programado; b) colaboración de jueces que actuando con prevaricación tratan de generar entre la población rechazo a políticos y gobiernos progresistas, fabricando imputaciones; c) intervención activa de medios de comunicación poderosos para llevar a cabo campañas sostenidas de descrédito de gobiernos y políticos progresistas; d) crear correlaciones de fuerzas en el plano internacional con el fin de que los rechazos a los golpes sean tímidos y no beligerantes.
A este escenario se llega después de que Estados Unidos centrara su atención en los últimos años en los focos de Afganistán, Irak y Siria, subordinando su atención a América Latina y en cierto modo descuidando su vocación hegemónica en el continente. Pero de un tiempo a esta parte Estados Unidos ha regresado. Y pone de relieve que aunque la existencia de una menor conflictividad armada parece haber debilitado sus intereses geopolíticos en relación a la seguridad, su intervencionismo continúa, ahora invocando la democracia, la corrupción y el narcotráfico.
Los golpes de Estado nombrados responden a lo siguiente: Estados Unidos puede consentir que otras naciones de su espacio geoestratégico actúen con independencia, excepto cuando ello afecte a sus intereses. Lo que quiere decir que la libertad concedida por Estados Unidos a sus subalternos es para actuar de acuerdo con el poder que los tutela, no para usar la libertad “neciamente”. Haití, Honduras, Paraguay, Bolivia, Ecuador y Brasil, forman parte del club de los países irresponsables.
Como dice Noam Chomsky, “los persistentes y frecuentemente invariables rasgos de la política exterior de los Estados Unidos están muy arraigados en las instituciones estadounidenses y en la distribución del poder en la sociedad interna de los Estados Unidos. Estos factores determinan un restringido marco para la formulación de políticas con pocas posibilidades de desviaciones”.
Trump no cambiará para mejor el modo norteamericano de actuar en América Latina. Ese es el nuevo viejo problema. Lo que sí hará, probablemente, es ahondar en la persecución de inmigrantes ilegales, generando choques diplomáticos con países de América Latina y exportando a miles de jóvenes a sus países de origen, donde su espacio natural será la delincuencia. América Latina no podrá reinsertarlos como no lo puedo hacer con los que volvieron en los 90 y dieron lugar a las maras violentas que hoy conocemos. La obsesión de Trump de confrontarse con México ya es un mal precedente.