LA Navidad de este año es diferente de otras. Generalmente es la fiesta de confraternización de las familias. Para los cristianos es la celebración del divino Niño que vino para asumir nuestra humanidad y a hacerla mejor.
En el contexto actual, sin embargo, en su lugar asomó la terrible figura de Herodes el Grande (73 a.C. - 4 a.C.) ligado a la matanza de inocentes.
Esta historia del asesinato de inocentes continúa de otra forma. Las políticas ultracapitalistas impuestas por los gobiernos actuales, quitando derechos, disminuyendo salarios, cortando beneficios sociales como salud, educación, seguridad, pensiones y congelando veinte años las posibilidades de desarrollo, tienen como consecuencia una perversa y lenta matanza de inocentes de la gran mayoría pobre de muchos países.
A los legisladores no les son desconocidas las consecuencias letales derivadas de la decisión de considerar más importante el mercado que las personas. Dentro de pocos años tendremos una clase de superricos, una clase media con miedo a perder su estatus y millones de pobres y parias que de la pobreza pasaron a la miseria. Esta significa hambre en los niños, que mueren por desnutrición y enfermedades totalmente evitables, personas mayores que no consiguen remedios ni acceso a la sanidad pública, condenados a morir antes de tiempo.
En Brasil, las elites del dinero y de los privilegios consiguieron volver. Apoyados por parlamentarios corruptos, de espaldas al pueblo y sordos al clamor de la calle, mediante una coalición de fuerzas formada por jueces justicieros, el Ministerio público, la Policía Militar y parte del judicial y de los medios de comunicación corporativa y reaccionaria, no sin el respaldo de la potencia imperial interesada en nuestras riquezas, forjaron la dimisión de la presidenta Rousseff. El motor real del golpe es el capital financiero, los bancos y los rentistas (no afectados por las políticas de ajustes fiscales). Con razón denuncia el científico político Jessé Souza: “Brasil es el palco de una disputa entre dos proyectos: el sueño de un país grande y pujante para la mayoría, y la realidad de una elite de rapiña que quiere drenar el trabajo de todos y saquear las riquezas del país para el bolsillo de media docena. La elite del dinero manda, por el simple hecho de poder comprar a todas las otras elites” (FSP, 16-4-2016).
La tristeza es constatar que este proceso de expoliación es consecuencia de la antigua política de conciliación de los dueños del dinero entre sí y con los gobiernos, que viene desde el tiempo de la colonia y de la independencia. Lula-Dilma no consiguieron o no supieron superar el arte sagaz de esta minoría gobernante que, con el pretexto de la gobernabilidad, busca la conciliación entre sí y con los gobernantes, concediendo algunos beneficios al pueblo al precio de mantener intocada la naturaleza de su proceso de acumulación de riqueza a altísimos niveles.
El historiador Jose Honorio Rodrigues, que estudió a fondo la conciliación de clase siempre de espaldas al pueblo, dice, con razón: “el liderazgo nacional, en sus sucesivas generaciones, fue siempre reformista, elitista y personalista? El arte de robar es noble y antiguo, practicado por esas minorías y no por el pueblo. El pueblo no roba, es robado? El pueblo es cordial, la oligarquía es cruel y sin piedad?; el gran éxito de la historia de Brasil es su pueblo y la gran decepción son sus dirigentes” (Conciliação e Reforma no Brasil, 1965. pp. 114-119).
Estamos viviendo una repetición de esta maléfica tradición, de la cual nunca nos liberaremos sin el fortalecimiento de un antipoder, venido de abajo, capaz de derribar esta elite perversa e instaurar otro tipo de Estado, con otro tipo de política republicana, donde el bien común se sobrepone al bien particular y corporativo.