La piedra angular
ESTAMOS en un momento en que la población de las sociedades llamadas avanzadas percibe cada vez con mayor claridad la transición histórica en la que nos encontramos. A diez años de la mayor crisis económica del capitalismo desde 1929, y del Estado liberal, estamos saliendo de una era y comenzando otra que todavía no acaba de vislumbrarse con claridad y donde todo está en cuestión excepto la revolución tecnológica que ha llegado para quedarse, como ocurrió en su día con la aparición de la imprenta.
La actual crisis, común a todos los países occidentales, se agrava con el inicio de la crisis financiera en el 2008 y de los recortes en Europa en el 2011. Sin olvidarnos del incremento del nacionalismo en sus versiones totalitaria y xenófoba por un lado; y la democrática, bien diferente, que incluye a pueblos que aspiran disfrutar de un estatus legal acorde con el sentir mayoritario de sus gentes.
En semejante cruce de caminos, nuevos y conocidos, estamos viendo que no siempre vamos hacia donde queremos en democracia. La fotografía electoral muestra claros ejemplos de sociedades con altos porcentajes de votos reaccionarios: Austria, Estados Unidos, Francia, Escandinavia, Europa del Este... Y aún peor, tenemos la convicción de que las instituciones políticas democráticas no están representando mayoritariamente los intereses y valores de los ciudadanos. Existe un monopolio del verdadero poder en manos de grupos de interés que mandan y todavía quieren mandar más que los legítimos representantes de los ciudadanos.
Depredadores económicos No es que sea una novedad la presión de los grupos de interés (lobbys) pero el fenómeno se ha generalizado al acaparar mayores espacios de decisión y en más países a raíz de la globalización financiera y económica. Como alerta Z. Bauman, la sociedad ya no está protegida por el Estado, si no que se halla expuesta a la voracidad de las fuerzas económicas que pretenden actuaciones con el menor control democrático posible. Es un hecho que las grandes corporaciones supraestatales se saltan las obligaciones fiscales y laborales amparándose en sus aportaciones innovadoras a la vida de las personas.
La presión constante de ofrecer nuevas utilidades consumistas supone una disrupción innovadora percibida como positiva por el usuario, pero significa una pérdida del poder del Estado a la hora de proteger la vida de los ciudadanos. Estos grupos globales actúan en muchas ocasiones como auténticos depredadores de comunidades locales que alteran el equilibrio de la sociedad y erosionan la solidaridad colectiva. Es la ley de la oferta y la demanda, dicen, sin dedicar ni un segundo a las consecuencias de la ausencia de límites éticos que preserven el bien común general, no solo el de los más listos, pudientes y rápidos.
Es preocupante que el poder y la política se desvían cada vez más el uno de la otra quedando en medio la sociedad al albur del más fuerte, con gobernantes conocidos por todos que se preocupan demasiado por encajar en los goznes de las puertas giratorias al servicio de los lobbys a los que me acabo de referir. El esfuerzo se ha canalizado hacia el poderoso a pesar de los multipartidismos sin mayorías absolutas. En este contexto planetario que nos afecta con intensidad, ¿cuál es la piedra angular, el elemento fundamental que sirve para iniciar la cimentación del nuevo edificio de una sociedad verdaderamente mejor?
Redistribución es la palabra La madre de todo el malestar social es la desigualdad. Ella es el principal problema por lo que resulta impepinable afrontarla con la máxima prioridad para conseguir una solución global porque va en aumento; y con ella, el crecimiento de la población excluida. Es el efecto del desempleo y de las políticas de austeridad en una sociedad que ve crecer los desequilibrios que los años de bonanza atenuaron. Lo esencial para disminuir las incertidumbres y las tensiones mundiales pasa por unas políticas públicas de redistribución de ingresos mediante una reforma del sistema fiscal capaz de recuperar la dignidad del trabajo. No es de recibo que los impuestos y los programas sociales tengan tan poca eficacia redistributiva. Ni que allí donde se invierte más en ello (presupuestos vascos), sea una isla al sur de la Unión Europea que muchos quisieran anegar.
Resulta frustrante que la economía mejore pero gran parte de la sociedad no lo note. En los años 50 y 70 del siglo pasado, el crecimiento fue sinónimo de progreso social, lo que se reflejó en los salarios, programas de servicios públicos, seguro de desempleo, pensiones, etc. Ese nexo reconcilió capitalismo con igualdad social. En los años 90 es cuando se empezó a romper, casi sin darnos cuenta, para emerger desde ahí esa ruptura entre crecimiento y verdadero progreso por la falta de límite a la codicia y al desarrollo insostenible.
Estar a la cabeza con las economías que más crecen en PIB no lleva aparejado progreso social. Y el malestar consiguiente que viene de la ruptura del crecimiento con el progreso es una señal anticipada de las convulsiones políticas y del auge del populismo, sea este el de Iglesias o el de Trump. Pero si seguimos haciendo lo mismo, los resultados serán cada vez más desiguales. Evolución o revolución, sentencia F. Mayor Zaragoza. Y para evolucionar se necesita apostar por la inteligencia emocional; pero esto requiere una reflexión aparte.