La felicidad
HE escrito sobre el descontento y el desencanto como realidades sociales. Aunque a veces parece que la simple palabra “felicidad” está excluida del vocabulario social progre, su realidad es tan palpable que una parte del calendario, la quincena de fin y comienzo de año, Navidad y Año Nuevo, está bautizada y reconocida como feliz. La felicidad se diría innata o consustancial a estas fechas.
A lo largo de mis 39 años de colaboración en este diario, desde el 6 de agosto de 1977, han aparecido al menos treinta artículos sobre la Navidad con mi firma. Hoy pretendo, a partir de un examen de este complejo fenómeno conocido como la Navidad, poner de relieve los valores y actitudes que conducen a este estado de ánimo conocido como feliz o felicidad.
Navidad tiene que ver con nacer, comenzar a vivir. Hemos perdido quizá el placer de vivir, de ser, de estar, de poder comenzar la rutina de cada día. ¡Bendita rutina, que no es tal! Hay que llegar a mi edad para despertarte de mañanita, tocarte y comprobar que todavía soy yo. ¡Un día más de vida! Es lo único que pido cada noche antes de dejar el libro en la mesilla. ¡Un día más, Señor! Cada día es distinto; cada instante es una vida nueva. Hasta hace un momento, estaba preocupado. A pesar de tener pensado y escrito con detalle el esquema de este artículo, no fluían las palabras a mi pluma. Ahora noto un brote de energía. ¡Hasta el próximo atasco, claro!
Sí, ¡el placer de vivir! Cuando el pasado 5, me enteré de la muerte del psiquiatra José Guimón, a los 73 años, pensé: “¡Tan joven! Y por unos días no ha llegado a Navidad”. Y cada día veo las páginas de esquelas: “Y yo todavía vivo ¡qué suerte! ¡Y es probable que acabe estas líneas! En cuanto lo consiga, empezaré otra cosa, y me tomaré un descanso, y charlaré con los amigos y compañeros, me reiré y es probable que también me enfade. Aunque con la edad le voy cogiendo el tranquillo a la vida, me río mucho más y soy menos cascarrabias. A lo mejor cuando me muera alguno dirá: “¡Ahora que se había hecho tratable, va y se muere!”. Sí, ¡el placer de vivir, y que me quiten lo bailao!
¿Hay algo más bello que un niño en Navidad? ¿Hay una pregunta más directa y profunda sobre la vida que un niño en Navidad? ¿Hay una cuestión más real sobre Dios y la transcendencia que un Niño en Navidad o la muerte de una persona en cualquier día del año?
Somos distintos en Navidad, más abiertos, más amables. Estamos todos a buenas y de buenas, con ganas de agradar; mucho más inclinados a ver las cosas buenas de los demás y, sobre todo, a tener esa actitud positiva ante la vida cuyas cosas buenas superan con mucho a las malas. Lo que nos pasa es que todo lo bueno lo damos como natural, como que se nos debe, que tenemos derecho a ello. De lo que no cabe duda es de que esta actitud vital navideña, trasladada a los once meses y medio del año, no sólo nos eliminaría muchas fricciones, contrariedades, malos ratos y berrinches, sino que sería una buena capa de tierra negra donde prendería con fuerza cualquier semilla de bondad y felicidad.
“Volver a casa para Navidad”. ¡Qué problemas de comunicaciones por las carreteras o por las rutas aéreas para llegar a tiempo a casa!: “¡Como en casa en ningún sitio!”, sobre todo en Navidad. La casa de los primeros juegos, ilusiones y sueños; la casa de las primeras noches, de los primeros hijos, de los éxitos, de los cariños e idilios, de las risas y las lágrimas. La casa familiar; el hogar de la familia y de los íntimos amigos. ¿Qué otra cosa es Navidad sino el nacimiento de la fiesta de la familia? Y cada Navidad refuerza más ese vínculo social, el más fuerte entre los humanos, por natural, libre, y a la vez sagrado por el amor entre sus miembros, que es la familia. ¡Por eso es tan triste la primera Navidad que deja un puesto vacío porque alguno ha quedado en el camino!
Y, dentro de la casa, el comedor de cada día, el de toda la vida, donde empecé a entender el lenguaje, donde empecé a hablar, a escuchar, a crecer, a querer como sólo se quiere en familia; el comedor de todos los días, en el que sólo por Navidad se encendía la chimenea, mostrando así, a lo vivo, el calor, fuego y alegría de los corazones.
La alegría es inseparable de la Navidad, de este nacer de nuevo cada año. Alegría, unas veces bulliciosa; otras, más reposada e interior, rezumando por todos los poros del alma. Alegría siempre contagiosa, comunicativa, participativa. La Navidad es siempre en plural y lo plural en Navidad es siempre alegre. La alegría es el envoltorio del amor en Navidad, y el amor el más valioso regalo de Navidad. El amor y la alegría no se compran ni se venden, se regalan.
Me ha tocado celebrar la Navidad en distintos continentes, con costumbres muy distintas, pero siempre he encontrado un ambiente familiar. Muchas veces, por aquello del ciento por uno, los jesuitas tienen casa en casi todos los mejores sitios. Pero nunca agradeceré bastante a las familias que me invitaron a celebrar la Navidad y Año Nuevo como si fuera un nuevo miembro de su familia: “un niño se nos ha dado, un hijo nos ha nacido”. He tenido la gran suerte de no tener que celebrar la Navidad sólo ni en la cama de un hospital. Más de una vez he hecho de Santa Klaus en residencias de ancianos y hospitales de Alemania.
Hace muchos años, por imperativo de mi profesión, empleé mucho tiempo y me tocó sufrir no poco por pretender descubrir lo que hay de histórico en los antiguos relatos evangélicos, debajo de todo el ramaje teológico, eclesial, legendario y artístico popular. Sin embargo, y después de todo, me encanta oír el canto de los ángeles, el pasar de los pastores y sus rebaños con su olor a queso y contrarrestarlo quemando algo del incienso de los Magos y saludando a su sabia estrella. A quienes no dejo pasar es al servicio de inteligencia del cruel Herodes que ya hizo suficientes fechorías entre sus más allegados familiares.
Sé bastante bien cómo se las gastaban en aquellos tiempos y cómo, después de más de dos mil Navidades, nos las gastamos ahora, en estas Navidades de guerras, atentados terroristas, inmigrantes?
Mi ignorancia es antológica, pero tengo una idea de cómo está el mundo hoy y mil veces me pregunto por qué está así y no mejor, si, para los creyentes como yo, es obra de un ser poderoso y bueno -los cristianos le llamamos Padre-, por misterioso que sea pero al fin y al cabo Padre. Y tengo que confesar que las huellas o señales de ese ser todopoderoso y benefactor ni son evidentes ni convincentes. Además, hay suficientes manifestaciones adversas para hacer razonable desde la duda. El problema del Mal en el mundo da para muchos cursillos especializados, seminarios, debates inteligentes, ingeniosas elucubraciones, para todo menos para un artículo de periódico, pero sigue estando ahí.
No sé cómo evolucionará la fiesta de Navidad en los países todavía de cultura cristiana. Lo que no se puede olvidar es que lo transcendental de su unicidad navideña es el hecho histórico del nacimiento de Jesús de Nazaret. De este hombre de carne y hueso que, después de su ignominiosa muerte en una cruz, revolucionó el mundo transformando sus valores. Valores que han sostenido y vitalizado durante 2.000 años a un Occidente si no perfecto, ni mucho menos, sí a la cabeza de una humanidad en vías sensibles de humanización.
Ese nacimiento ha sido y es a la vez todavía, para muchos, la gran epifanía del Dios, misterio infinito, oculto y desconcertante al mundo. A un mundo que, conforme a sus valores mundanos, espera y confía en la majestad del poder y toda su parafernalia. Sin embargo, nunca Dios, tan misterioso y revelador de sus señales identitarias, “no a los sabios y entendidos, sino a la gente sencilla”, en un niño recién nacido, necesitado de todo, indefenso y vulnerable.
La Navidad del creyente tiene una esperanza de felicidad transcendida en el misterio del Niño-Dios que se viene celebrando hace más de 2.000 años.
Feliz Navidad a todos, creyentes o increyentes. Y un consejo práctico: si buscas la felicidad comienza por hacer feliz la realidad de tu entorno.