LA visita del presidente de EE.UU., Barak Obama, a Hiroshima es un hito en el reconocimiento del pasado. Aunque pocos norteamericanos puedan considerar que lanzar aquella bomba, junto a la de Nagasaki, fuese un error, tampoco se puede afirmar sin titubeos que la misión del Enola Gay respondiera a cómo debe actuar un país defensor de la civilización en un conflicto bélico. Aunque sigue dándose un fecundo y activo debate historiográfico (Pike y Beevor consideran que no hubo más remedio mientras que para Overy y Sherwin las bombas no eran necesarias) acerca de si la fatídica decisión del presidente Truman fue o no acertada, lo cierto es que, en la actualidad, la única opción que tenemos es considerarla un grave error moral, al margen de las valoraciones militares o estratégicas que se puedan hacer. Nunca se puede justificar nada parecido. En los años posteriores, las interpretaciones que se han seguido a la hora de estimar por qué Truman dio luz verde a las misiones son dos: obligar a la rápida rendición de Japón para evitar que muriesen más soldados estadounidenses (la toma de varias islas había sido especialmente sangrienta) y demostrar e intimidar a la URSS ante su posible actitud agresiva con el poder destructor de la nueva arma.

Algunos estudios consideran que si Japón accedió finalmente a rendirse fue porque los soviéticos acababan de declararles la guerra (8 de agosto de 1945) y les era preferible el oprobio de la humillante derrota que el temor a caer bajo el yugo comunista. Con lo que las bombas (lanzadas el 6 y el 9 de agosto de 1945 respectivamente) no acortaron, en realidad, la guerra. Desde luego, cualquiera de estas lecturas tiene sus defensores y detractores y hubo pocos días de margen entre las distintas fechas, ya que Japón se acabó rindiendo el 15 de agosto. Lo que sí sabemos hoy es que fue el emperador Hirohito quien conminó a los sectores más intransigentes del gobierno japonés a claudicar. Pero, aun así, hay que valorar si las dos bombas atómicas, cuyo lanzamiento produjo miles de muertos entre la población civil, pueden legitimarse.

La realidad de la guerra El problema de las guerras es que una vez comienzan nunca se conoce cómo van a desarrollarse. El fin justifica los medios para alcanzar la victoria. Y ahí no hay diferencia entre una potencia democrática y otra totalitaria. Otra cuestión son los crímenes que luego puedan cometerse en el desarrollo de la misma. Así, el bombardeo convencional de Tokio provocó nada menos que 100.000 muertos mientras que en Hiroshima hubo 140.000, miles de ellos afectados por la radiación, y en Nagasaki 64.000. Aunque en el filme de Michael Bay Pearl Harbor (2001), se nos muestra el primer bombardeo de Tokio como un acto de guerra en el que se cuidan mucho los protagonistas de bombardear núcleos civiles, lo que sabemos es que, en realidad, no hubo tales consideraciones, por lo que la película, de pura propaganda, oculta la verdad, lo que desvela las dificultades que todavía existen para representar la realidad de la guerra. El resultado que se perseguía era desmoralizar a la población e indirectamente destruir la industria bélica enemiga. Si bien tales tácticas de terror se adjudican tradicionalmente a los nazis al principio de la guerra, desde Gernika, pasando por Varsovia, Rotterdam o Londres, no fueron nada comparadas con el perfeccionamiento de los aliados en sus tormentas de fuego sobre las ciudades alemanas de Hamburgo, Colonia, Berlín y, por supuesto, Dresde. Pero calcular la contribución de tales bombardeos en la victoria -por primera vez la retaguardia se convertía en un segundo frente- sería reducir los conflictos a una mera estadística deshumanizadora.

El punto culminante de este horror aéreo fueron las dos bombas atómicas. Esta vez no se necesitaba todo un contingente de bombarderos para arrasar una ciudad, solo hacía falta un avión y una bomba para proporcionar un hongo radioactivo que acabaría con todo rastro de vida a su paso (hombres, ancianos, mujeres y niños). Cuando se lanzaron en agosto de 1945, el conflicto estaba ya perdido para Japón (Alemania se había rendido en mayo), su flota había quedado destruida, sus ciudades estaban a merced de los aviones yanquis y ya no había manera de reconstruir un ejército que, además, se había quedado obsoleto. Pero contaba, eso sí, con millones de soldados movilizados que todavía podían dar su vida por el emperador, lanzándose con la bayoneta calada al grito de “¡Banzai!” o pilotando un Zero como kamikazes. El único medio para acabar con esto rápidamente era un golpe devastador. Y las bombas lo fueron.

El temor de Japón Pero la Historia solo se puede explicar mediante la interrelación de factores. Japón temió tanto que sus ciudades acabaran bajo el mismo apocalipsis nuclear como que el comunismo se pudiera apoderar del país, y tuvo que aceptar la irremediable y humillante derrota. Las bombas, sin duda, aceleraron la toma de decisiones. Y, sin embargo, moralmente fue un acto deplorable por lo que eso significaba a la hora de legitimar el uso de un arma de esta naturaleza. Por muchas revisiones que se hagan y estudios que nos aporten nueva información, lo crucial son las lecciones que debemos extraer. Por supuesto, Japón fue responsable de provocar la guerra (como lo fue Alemania en el marco europeo). Si sus ambiciones imperiales no hubiesen provocado la contienda, no habría habido lugar a este desarrollo de acontecimientos. Y, dicho esto, todavía existe un serio peligro de que un país decida utilizar un arma nuclear contra otro y provocar un holocausto nuclear. Y el hecho de que fuera un estado democrático el que procediera, por primera y única vez, a tomar tal decisión nos debe provocar un serio escalofrío. Nada puede justificar ni legitimar, en el fondo, tales arsenales, cuyo fin es convertirse en el arma definitiva por disuasoria, más bien exterminadora de todo rastro humano. Evitar llegar a tener que dar, de nuevo, un paso semejante debe ser nuestro objetivo. Obama no pedirá perdón, pero humanamente hubiese sido un magnífico gesto.