LOS partidarios del neoliberalismo proclaman la suficiencia del mercado para satisfacer por sí mismo las necesidades de toda la población, y que solo quedarían excluidos de esa prosperidad aquellos individuos que se merecen su mala estrella por sus vicios, su holgazanería o su mala cabeza. La Historia, sin embargo, nos muestra una realidad bien distinta. Observamos que el sistema capitalista origina inexorable y cíclicamente una serie de crisis económicas, en cuya principal característica encontramos que la producción y el consumo han llegado a su límite, con lo que la mano de obra resulta prescindible, se cierran empresas o se producen despidos masivos, la tasa de desempleo asciende hasta cotas intolerables y, por ende, los salarios descienden de modo vertiginoso. Curiosamente, este proceso perverso ya lo describió hace siglo y medio Karl Marx en su libro El Capital. En la crisis económica actual versión española encontramos una peculiaridad: las reformas laborales sucesivas de PSOE y PP han propiciado el despido colectivo de trabajadores para volverlos a emplear poco después dándoles a firmar contratos basura; de ahí que dé la impresión ahora de que el desempleo se esté reduciendo tras haber tocado fondo. Así, pues, los miembros de las clases medias y trabajadoras afrontaremos nuestras existencias con la nefasta y fatídica certeza de que llegará el momento temido en que el bienestar conseguido en luengos años de esfuerzo y dedicación rodará por los suelos y se quebrará en mil pedazos.

Si se conviene en que es inadmisible la exclusión de parte de la población, en que el ser humano es mucho más que un portador de fuerza de trabajo y que posee dignidad intrínseca a su ser, del hecho de que el capitalismo no pueda garantizar una vida digna para todos se deducirá que el Estado debería procurar con eficacia que los sectores de población más vulnerables no se queden desprotegidos durante las crisis que el propio sistema capitalista produce sin remedio. De este modo, potenciar la renta básica o de inclusión social se muestra del todo necesario, aunque, sin duda, el Gobierno se vea obligado a considerar las limitaciones del presupuesto y la posibilidad de fraudes en su cobro. El reparto del trabajo existente, con la consiguiente reducción de la jornada laboral, sobre todo en las profesiones más penosas, aparece como una aspiración legítima. Asimismo, unos impuestos redistributivos y progresivos encaminados a sufragar los servicios y prestaciones públicas, a conseguir una reactivación del consumo gracias a una mejor redistribución de la riqueza, y a establecer mayor justicia social se revelan indispensables. No se trata de imponer gravámenes confiscatorios; la reforma fiscal propuesta por el actual Gobierno de Navarra o lo que ya existía antes de que la derecha se quitase la careta podrían ser modelos válidos.

Una legislación fiscal justa combate el libertinaje especulativo y grava el enriquecimiento desmesurado de esa elite financiera corrupta que no aporta nada a la sociedad y que concibe la actividad económica como un juego de azar. Mientras muchas personas bien dispuestas y muy preparadas se han quedado en la estacada o han tenido que emigrar para poder trabajar, algunos políticos, banqueros y especuladores se han enriquecido sin medida defraudando al fisco e infringiendo la ley. Las leyes tributarias no deberían castigar a los empresarios y profesionales que sostienen junto a los trabajadores la actividad económica y que generan empleo y riqueza, sino solo a los especuladores, corruptos y defraudadores. Ahora bien, es la sociedad en su conjunto la que ha de contribuir a un estado del bienestar asentado sobre firmes pilares de estudio y trabajo, solidaridad e igualdad, y, así, evitar que los enriquecimientos ilegítimos colapsen la economía y generen nuevos ciclos de crisis económica.