Parafraseando a Shakespeare, creer o no creer no es la cuestión, es un dilema menor, una situación que conlleva cierto grado de esfuerzo por entender al otro, por justificar su postura e incluso, en un caso extremo, por apiadarse y tenerlo presente en sus letanías o en su laicismo. No, ese no es el problema. El auténtico dilema surge entre los buenos y los malos creyentes, entendiendo por tales a quienes son capaces de vivir con mayor rigor las interpretaciones y las literalidades de los dictados religiosos, teniendo a gala, en último extremo, de llevar a la muerte a sus no iguales y al suicidio del buen creyente.
En las tres religiones monoteístas con más solera, expansionistas todas, ha habido protomártires y fanáticos a quienes Dios les hablaba al oído y les prometía el cielo, bien con querubines o bien con treinta vírgenes. Casi la única diferencia estriba en el factor tiempo, siglos de historia de retraso con el racionalismo como factor amortiguador de la sinrazón. Han convivido un dios de paz con un dios vengativo y los buenos creyentes son más partidarios de este último y no como acto de fe, sino como acto de venganza ante el fracaso personal aderezado con dosis de ignorancia.
En nuestro mundo occidental empezamos a ser conscientes del problema cuando este toca a nuestra puerta. E inevitablemente tendemos a generalizar cuando la realidad es que lo que separa a los kikos de la teología de la liberación puede tener su equivalente en lo que diferencia a chiítas de los sunitas, incluso a católicos de musulmanes.
En el aspecto religioso y social, es una constante que el hombre es un lobo para el hombre y ello tiene su significado en que una religión es más peligrosa para sus adeptos que para los no creyentes. En todo el mundo árabe actual y en todo el mundo cristiano tiempo ha se pueden señalar ejemplos de esta aseveración. De la religión judía podemos invocar el (mal)trato hacia sus convecinos, aunque siempre he sospechado que sus dirigentes tienen un problema de megalomanía y actitud chulesca.
Y esta simplificación tan tópica sobre el fanatismo religioso tiende a consensuarse en un fanatismo político y sociológico. Esta conclusión está reforzada tanto por los propios fanáticos como por aquellos tertulianos que crean opinión alimentando el miedo. Unos y otros gritan “Dios es grande” para justificar en un caso la violencia gratuita y el asesinato imbécil y en los otros para justificar que realmente son unos fanáticos de los que nada bueno se puede esperar.
Es injustificable cuando algún filósofo social intenta justificar la destrucción y el pandillerismo violento religioso en algún antecedente histórico gravoso y humillante hacia los violentos, de incitación al odio o de abuso de la libertad de expresión cuando se trata de creencias. Hay que desterrar la idea de que el islam más reaccionario, el de Al Qaeda, es el islam auténtico y que debemos respetarlo. Hay que respetar el islam progresista, racional y ojalá que alguien levante la bandera de la paz. Si pensamos en el ojo por ojo, al final todos ciegos (Gandhi).
Dios está de luto. Las organizaciones terroristas no son la vanguardia de nada; necesitan ser condenadas de palabra, con manifestaciones, con más cultura, con respeto, pero también económica y policialmente. Solo con más libertad no es suficiente. Y los propios líderes musulmanes deben ser más activos en sus manifestaciones de protesta de esta violencia barata, condenarla y al igual que algunas organizaciones, decirlo claro y alto, que no quepa duda razonable de su posición. Las manifestaciones realizadas en Francia, obviando la foto de los dirigentes mundiales señalan protesta contra los asesinos y los grupos que los retroalimentan, pero también piden equidistancia con posibles medidas que en el plano político pueden destruir aquellas virtudes y reputación que han hecho de las democracias su razón de ser.
Alguien justifica la violencia como una reacción humana ante la fobia que el islam, los musulmanes, pueden despertar en la sociedad. El absurdo no se sostiene, no hay justificación posible. Estamos rodeados de fobias: a los catalanes y vascos, a los extremeños y andaluces, a los Hare Krishna y al sincretismo religioso; incluso al vecino. Y todo agravado con la crisis económica, el paro y el endurecimiento de determinadas leyes. Pero la convivencia nos dicta el respeto al otro, a sus singularidades. Algo inhóspito tiene lugar en algunos grupúsculos y cualquier justificación les alimenta, lo uno y lo contrario.
Ha llegado la barbarie. No es la primera vez, ni posiblemente sea la última. No existe vida después de la muerte, es una estafa, otra mas. No hay mártires, hay reliquias apestosas e irrespetuosas, hay cabezas de turco (perdón).
Afortunadamente, a diferencia de otros países europeos, los grupos ultras partidarios de un odio institucional hacia los otros están lejos de asentarse.