SIEMPRE me ha parecido que gobernar con recursos económicos y presupuestos holgados debe ser parecido a vivir en el paraíso deseado. En estas circunstancias, la política es más liviana, menos perezosa, más generosa y los políticos se transforman en la reencarnación del Mago de Oz. Tener recursos es buen síntoma, se sabe que las dádivas fomentan la generosidad e incluso se atienden demandas que ni siquiera se han expresado. La política es, en estos casos, la representación del mercado abierto donde el bien común vive sobre amplias y generosas ofertas, donde todos prometen o dan -permítanme la ironía- incluso aquello que tienen. Las circunstancias se transforman si las condiciones económicas cambian y no se generan recursos suficientes. En estos casos, la prodigalidad y comprensión de la que se hace gala sufre la merma de ingresos y todos se vuelven cautos, menos generosos y más rotundos en la condena del despilfarro o de las acciones que, a partir de ahora, se crean inadecuadas.
Los análisis de las situaciones de crecimiento o austeridad plantean algunos problemas a la lógica del bien común y a la de los impuestos públicos. El primero se produce cuando las sociedades generan excedentes y la política gestiona superávits. En todos estos casos se crean expectativas que promueven iniciativas, las cuales, probablemente, no están en el catálogo inicial de las propuestas políticas ni en el programa escrito, pero el resultado es que transforma en natural el sistema de ayudas y las subvenciones públicas. En el punto de llegada, la expectativa se transforma en norma, costumbre o en la forma normal como se reparten los recursos que tienen origen público.
Las instituciones y los individuos que organizan su vida e iniciativas dependiendo, en mayor o menor grado, de la ayuda pública llegan a creer que la situación original en la que viven es para siempre. Si eso cambia, por las razones que sean, y el sistema de expectativas no puede mantenerse -al menos, no en los mismos formatos o con los mismos contenidos- ocurre, y los gobiernos saben mucho de esto, que lo que en principio ha sido querido, buscado o fomentado después, a la luz de los nuevos hechos o de los resultados alcanzados, comienza a desarrollarse como algo que es preciso soportar, reducir o hacer desaparecer. Los gastos e ingresos públicos son territorios donde los juegos de la política se perciben con nitidez y los cambios en sus procesos y contenidos singularizan lo que se hace y lo que quiere hacerse.
El ciudadano financia con los impuestos los servicios (públicos y privados). Lo hace, por ejemplo, a través de los baremos y las tablas aplicados al IRPF en la nómina o en el sueldo. Paga a la Seguridad Social, a la Diputación, los ayuntamientos, a la comunidad de vecinos, por cada barra de pan que compra, la cerveza que ingiere, el litro de gasolina que consume el coche, cada vez que compra un libro, si va al cine, asiste a un concierto? Frente a las interpretaciones de algunos responsables políticos y analistas económicos, lo que hay que decir alto y claro es que: nada es gratis. Los servicios públicos no son gratis. Por ejemplo, las medicinas que compran los ciudadanos no son gratis, que no se paguen en ese momento con dinero contante y sonante o que no se pague el valor que tiene en el momento de adquirir el bien no significa que este se regale. Quiere decir que se financian de otra manera, pero siempre con cargo a los presupuestos públicos que mantienen los ciudadanos. Cuando se requiere, por ejemplo, asistencia sanitaria, esta no es gratuita en ningún caso: pública no equivale a gratuita. Cuando circula por la autopista y paga el peaje correspondiente, el desembolso es el pago del bien que probablemente, y previamente, fue ya financiado y en la mayoría de los casos, con cargo al presupuesto público. Hay miles de ejemplos que pueden enumerarse. Lo que hay que explicar, por ejemplo, no es la gratuidad del servicio, sino las exenciones al mismo o la redistribución irregular de las cargas -por ejemplo, por qué ir de Bilbao a Burgos por autopista cuesta 21 euros, pero ir de Burgos a Madrid sale gratis; o viajar de Bilbao a San Sebastián cuesta 9 euros e ir de Santander a Bilbao es gratis- y, muy especialmente, la toma de decisiones que lleva a los gobiernos a implantar nuevas formas de pago que complementan los recursos extraídos de los impuestos cobrados. No quiero decir que no deban pagarse impuestos, lo que indico es que hay que explicar cuánto, cómo, por qué y quiénes, lo que es lo mismo que explicar por qué hay autopistas o autovías gratuitas y otras que no lo son, por qué algunos equipos y prácticas deportivas deben tener ayudas y otros no o por qué hay servicios -el sanitario es uno de ellos, algunas infraestructuras, guarderías...- que deben soportar costes sobre costes.
Tengo la impresión de que en el análisis no juega papel alguno la discusión sobre impuestos sí o impuestos no, sino el coste, la gestión y la calidad de los servicios; los públicos sí, pero también los privados (muchos se financian con recursos públicos). Lo que hay que explicar es por qué quitar o poner nuevos impuestos, subir o bajar márgenes en las tablas del IRPF, en los porcentajes pagados por el IVA, en los impuestos municipales, provinciales o autonómicos? Por otra parte, hay que dar cuenta de cómo se gasta el presupuesto público y no ocultar la complejidad del impuesto para que no pueda ser la alfombra donde puedan ocultarse fraudes o inversiones fallidas. Por qué no introducir en el análisis, por ejemplo, los costes presentes, pasados y, peor aún, futuros, de autopistas y autovías fallidas, aeropuertos que nunca lo han sido, instalaciones culturales que forman parte del monumento al error político o de la prepotencia del que tiene poder, subvenciones a fondo perdido sin rentabilidad social conocida, proyectos megalómanos o actos de frivolidad política imposibles de sostener en condiciones de austeridad, por no referirme a fugas fiscales que no sólo se producen cuando alguien no paga, sino cuando no paga lo que debe, pero también -no lo olvidemos- cuando el poder público invierte mal y endeuda a los ciudadanos por años o generaciones. ¿Cómo no van a preguntar los ciudadanos por qué aceptar las medidas de austeridad sin conocer a fondo los costes de las inversiones fallidas, de las subvenciones sin rentabilidad social, el dinero derrochado por decisiones indebidas o las decisiones sobre los impuestos que deben pagar en todas sus formas y contenidos??
La austeridad, en sí misma, no corrige algunas formas de hacer ni crea mecanismos de transparencia, lo que introduce es la merma de recursos y a lo que sí obliga es a clarificar mejor lo que se gasta y en qué. Lo que está por ver es la capacidad de las instituciones para generar transparencia en la lógica -gasto e ingresos- de los impuestos. Esto conlleva que no solo deba conocerse lo que debemos pagar sino para qué, el coste de los servicios, los procesos de toma de decisiones o la evaluación de los resultados de las instituciones que se encargan de gestionar los recursos públicos. Transparencia es información veraz, pedagogía del gasto y el ingreso, evaluación de los recursos y las inversiones públicas: cómo se gasta, para qué, por qué, quiénes y el regreso a la responsabilidad.