EL dramático episodio que viven los astilleros vascos, con motivo de la resolución del expediente europeo sobre el sistema de ayudas al sector conocido como tax lease, me produce dos sentimientos inmediatos. El primero, de solidaridad con las familias, con las personas que forman el sector, que humanamente no merecen ni la angustia que sufren ni el negro futuro que se augura para la construcción naval de confirmarse esta decisión. El segundo es de perplejidad, porque los profesionales y las empresas que se dedican a esta actividad han hecho un esfuerzo ingente de reestructuración, inversión e innovación para colocar nuestros astilleros en primera línea. Por calidad del producto, precio, plazos, condiciones ambientales de construcción y los parámetros que deciden a un cliente a encargar un barco, una plataforma petrolífera o cualquier otro ingenio marino no tienen nada que envidiar a los mejores. Nuestros astilleros, además, se han diversificado y buscan mercados en otros sectores como el de las energías renovables, tanto la eólica aplicada al medio marino como la maremotriz. Un admirable ejemplo de adaptación de sus capacidades tecnológicas y productivas a nuevas actividades, inspiradas en la estrategia europea 2020 de desarrollo inteligente, sostenible e integrador.
El problema que les afecta tiene, en mi opinión, un componente básico. No estamos identificando bien la verdadera amenaza. La principal competencia de los astilleros europeos se sitúa en el sudeste asiático. Las empresas que producen barcos por allí disfrutan de ayudas públicas intensivas que jamás se permitirían en nuestro entorno. Además, producen sus barcos en unas condiciones sociales y de respeto al medio ambiente que tampoco serían de recibo por aquí y que abaratan costes. Sin esas ventajas, sumadas a las apreturas presupuestarias que en todos los bolsillos ha impuesto la crisis, nuestros productos se impondrían con claridad a los que salen de aquellos astilleros.
Por eso la respuesta que necesitan es global y solo puede construirse a nivel europeo. Para ello, hace falta que las autoridades continentales consideren este sector "estratégico" por su capacidad de innovación y el empleo que aporta. Claro que las autoridades comunitarias han de garantizar que las empresas europeas compitan entre sí en igualdad de condiciones. Pero también deben colaborar entre sí para aprovechar las sinergias que sean capaces de producir y conseguir que el sector naval europeo siga siendo líder mundial en tecnología e ingeniería. Porque es el único procedimiento conocido para mantener e incrementar las carteras de pedidos.
Esto obliga a reorientar las prioridades, capacidades, creatividad e imaginación de la administración comunitaria y dedicarla a encontrar fórmulas que nos permitan protegernos del dumping industrial, legal y de todo orden que acecha a nuestros constructores desde fuera de la Unión Europea. Exigir, por ejemplo a las empresas de cabotaje que operen en Europa barcos con unas determinadas características técnicas y ambientales, utilizar la fiscalidad de modo inteligente y creativo y, sobre todo, estimular la innovación y el crecimiento tecnológico del sector y ponerlo al servicio de las grandes políticas europeas de empleo y sostenibilidad parecen caminos claramente a explorar.
Dicho lo deseable, hablo de lo concreto e inmediato. Hay claramente margen para limitar los efectos de la decisión que se anuncia. Hay argumentos para ello y hay tiempo para encontrar más. El propio comisario Almunia indicó en una respuesta a una pregunta que le dirigí sobre el tema que respetar la confianza legítima y la seguridad jurídica de quienes participaron en las operaciones de tax lease es definitiva para limitar las devoluciones. Hay que documentarla. No es argumento menor para ello la existencia de una carta de la anterior titular de Competencia, la holandesa Neelie Kroes, fechada en marzo de 2009, en la que ya se hacía un primer y positivo juicio de legalidad sobre el programa estatal de ayudas a los astilleros.
La experiencia comparada, los decisiones aplicadas a otros sistemas de ayudas de otros estados y cuantos argumentos nuevos seamos capaces de aportar deben ponerse al servicio de la salvación de un sector cuya desaparición no va a favorecer a otro estado sino perjudicar a la capacidad global de Europa para enfrentar la competencia exterior. No soy una especialista y tampoco conozco con exactitud el memorando que llegará la próxima semana a la mesa del colegio de comisarios, pero lo que si sé es que todo el ingenio, el entusiasmo y el conocimiento del Gobierno vasco, del sector y de los representantes de la ciudadanía implicada se conjurará para minimizar daños.
Finalmente, a este asunto le conviene la unidad. Mejor no convertir esto en una pelea entre familias políticas o estados europeos. Porque, una vez más, o nos salvamos todos o nuestra desunión hará la fuerza de quienes de verdad nos acechan. La crisis nos está enseñando mucho y ha inyectado bastante pragmatismo en cuestiones como la supervisión financiera o la gobernanza económica. Empiezan a caer barreras como las que impedían un acuerdo, aunque sea de mínimos, sobre el presupuesto de la UE. Más vale que los estados que la componen se den cuenta a tiempo de lo que nos jugamos.
Europa ha sido durante décadas la solución. En apenas treinta años padecimos dos guerras en el siglo pasado. Desde que comprendimos que así no se zanjan los conflictos, nos embarcamos en la construcción de un espacio de paz y justicia social que queremos y tenemos que conservar. Solo vamos a conseguirlo si identificamos con precisión las amenazas que lo acechan y somos capaces de afrontarlas entre todos. Si se hunde nuestro Titanic no quedarán camarotes en la superficie.