DESDE hace varios años, los servicios de inteligencia (es un decir) de Estados Unidos miran con preocupación los rápidos cambios en el panorama económico mundial. A finales del siglo XX, Estados Unidos, Japón y los países de Eurolandia representaban más de la mitad del comercio mundial, pero actualmente apenas suponen un tercio del mismo. El comercio es siempre uno de los primeros síntomas del declive económico de un país o región. Y, en este caso, refleja cómo esos países que a finales del siglo pasado producían dos tercios de la renta mundial y en su interior se realizaba más de la mitad de las inversiones -es decir, de la acumulación de nueva capacidad productiva-, ahora solo representan el 40% de la renta mundial y no llegan a generar ni un tercio del volumen total de inversiones.

La política comercial ha sido históricamente el segundo instrumento privilegiado de la política exterior norteamericana, una vez que la guerra ha cumplido su cometido. No es por casualidad que las prioridades de la política comercial estratégica se establecen en el Consejo de Seguridad Nacional (NSC). Y los análisis de este y otros organismos indican que el auge del comercio exterior de China es el principal desafío político al que se enfrenta la hegemonía mundial del país norteamericano.

En el contexto del lento declive económico que se inicia en los años 60, más que a mantener sus mercados exteriores, Estados Unidos ha ido configurando su política exterior global en orden a mantener la posición de privilegio que le permite consumir un volumen enorme de mercancías procedentes del resto del mundo, en torno al medio billón de euros por año a crédito. Por eso ha fracasado la nueva Organización Mundial de Comercio, un foro multilateral donde los intereses particulares se diluyen en negociaciones en las que se manifiestan solo intereses generales, dando lugar a una carrera por negociar acuerdos bilaterales y regionales protagonizada por Estados Unidos, China y la UE, cada uno por su lado. No cabe duda de que la UE, carente de cabeza política comprensiva, enfoca los acuerdos en una perspectiva mucho más economicista que los otros dos colosos del comercio, que disponen de una visión política más amplia y concreta de lo que está en juego en cada negociación.

Entre 1995 y 2012, en Estados Unidos las importaciones procedentes de China han pasado del 8% al 20%, a costa fundamentalmente de Japón, que ha visto reducir su participación en el mercado estadounidense del 17% al 6%, mientras que la eurozona ha logrado mantener su cuota en torno al 13%.

Pero la expansión de China en el resto del mundo genera una configuración regional peculiar: mientras en Asia el aumento del peso de las exportaciones chinas se realiza a costa de la cuota de mercado de Estados Unidos y de Japón, en África es a costa de la Unión Europea y de Eurolandia en particular. En Latinoamérica, China ha pasado de tener una cuota de mercado del 3% al 13%, 10 puntos de aumento a costa de Estados Unidos, que pierde 4 puntos, y de la Unión Europea, que pierde 6 puntos de cuota de mercado.

Sin duda, la gran apuesta estratégica del momento para Estados Unidos es el Pacífico. Estados Unidos sabe que es en el control económico del Pacífico donde se juega su hegemonía mundial y por eso desde 2005 está intentando cerrar un acuerdo para limitar el margen de maniobra de China mediante un acuerdo de libre comercio (el Trans-Pacific Partnership) en el que Vietnam, Malasia y Singapur son sus apoyos asiáticos; Chile, Perú, Canadá y México, sus acompañantes americanos; y Australia, Nueva Zelanda y Japón, los socios desarrollados.

El TTP tiene respuesta desde China con el proyecto comercial regional para Asia y Oceanía (Regional Comprehensive Economic Partnership), con India, Corea del Sur e Indonesia de socios principales, y en el cual también participan los países asiáticos que están negociando el acuerdo transpacífico con Estados Unidos. Asimismo, China está alcanzando importantes acuerdos comerciales y políticos bilaterales con países de África y Latinoamérica, lo cual no deja de traducirse en nuevos movimientos políticos de Estados Unidos y sus aliados en ambos continentes, con frecuencia mediante procedimientos tradicionales de rompe y rasga, cambios de gobierno y de régimen político incluidos: desde Costa de Marfil o Libia hasta Honduras o Paraguay, tenemos muchos ejemplos en los últimos años que se inscriben en estas nuevas dinámicas de poder global.

Y es en esta clave de lectura en la que hay que insertar la reciente propuesta del Transatlantic Trade and Investment Partnership, publicitada como asunto de libre comercio pero en realidad promovida desde Estados Unidos hacia la UE como instrumento para garantizar el orden en Europa. Para Estados Unidos, el problema con la UE no es el comercio; hasta hace poco era la moneda, ya que el euro podía haber creado expectativas para reforzar las posiciones y aspirar a superar definitivamente el reinado del dólar. Pero la propia UE se ha encargado de desactivar ese peligro potencial con la desastrosa gestión de la crisis económica en la eurozona. Al mismo tiempo, es lo que se manifiesta en la propia gestión de la crisis lo que preocupa al otro lado del Atlántico Norte. El protagonismo exacerbado asumido por Alemania se analiza desde Estados Unidos, también a través de la amplia red de fundaciones y organizaciones que promueve en Europa, como una ruptura potencial del delicado equilibrio tejido en los años 50 con la creación del Mercado Común, uno de cuyos principales objetivos era precisamente desactivar la política exterior autónoma de Alemania, vista como un factor de conflictos permanentes.

Si un euro autónomo no es del agrado norteamericano, la quiebra de la eurozona tampoco les gusta, porque acentuaría la voluntad de actuación política autónoma de Alemania en el escenario internacional. Y si empezamos por la política comercial, los aliados más adecuados para una Alemania exportadora son precisamente los países que recelan del dólar, como Japón, los que disponen de las materias primas que precisa la industria alemana, como Rusia, o los otros grandes exportadores de manufacturas con los que puede llegar a un acuerdo de división internacional del trabajo y los mercados, como China o Corea del Sur. Es decir, una Alemania despegada de Europa sería otro inconveniente? en la política que con tantas dificultades está intentando armar Estados Unidos en Asia y el Pacífico. Una Alemania mirando a Oriente podría dar nuevas alas a la conformación de un Espacio Eurosasiático con el que ya tuvieron sus primeros escarceos Rusia y China, al establecer en 2001 la Shanghai Cooperation Organisation como organismo integubernamental de seguridad regional. Si bien este proyecto no progresó por los recelos mutuos entre ambos socios principales, un tercer socio principal (¿Alemania?) podría contribuir a dotar de orientación económica a dicho acuerdo, algo en lo que también está interesada Rusia, y podría generar problemas para la política norteamericana en la zona, atrayendo incluso a un cuarto socio principal (¿Japón?) en la región.

Por tanto, más allá de la retórica sobre los tropecientos mil puestos de trabajo y los millones de euros de aumento de la producción que prometen los profetas del librecambismo transatlántico, el objetivo principal del amigo americano con esta propuesta de zona de libre comercio transatlántica no es otro que ayudar a Europa a sujetar a Alemania, tanto en términos de actuación política como de orientación geoestratégica. El pacto transatlántico no aporta nada trascendental a ninguno de los dos participantes desde el punto de vista comercial, pero sí puede contribuir a desactivar una alternativa molesta para Estados Unidos en Asia.