EN este mes se cumple los cincuenta años de la muerte de Juan XXIII. Murió en una tarde de junio en la que muchos, incluidos los no católicos, intuyeron que aquél hombre había revolucionado la Iglesia del siglo XX abriéndola a la modernidad, aunque quizá demasiado tarde. La miopía de su antecesor, Pío XII, evitó una apertura anterior al mundo. Al fin y al cabo, este era un pontífice de la vieja escuela, un príncipe de la Iglesia, sobre quien no han cesado de verterse críticas, en especial por sus relaciones contemporizadoras con las dictaduras nazi y fascista, así como por su talante claramente reaccionario en materia ideológica. Críticas que tuvieron su réplica en las alabanzas de los sectores más conservadores y reaccionarios del catolicismo.

Por este contraste, la figura de Juan XXIII se hace más grande y es vista por una gran mayoría como el reflejo de la bondad de Dios; no en vano ha sido llamado el "el Papa de la bondad" que irradiaba la paz característica de quien confía siempre en el Dios de la misericordia. A nadie le hubiera extrañado una más rápida beatificación (ocurrió en 2000) y un proceso de canonización que todavía está casi varado, sobre todo en comparación con otros modelos de cristiandad que han gozado de una sorprendente celeridad.

Su pontificado no llegó a cuatro años, pero entre lo que él hizo y Pablo VI continuó, sobre todo en torno al Concilio Vaticano II, pocos periodos tan cortos han logrado cambiar la orientación de la Iglesia católica hacia un modelo más evangélico y coherente con la Buena Noticia de Jesús de Nazaret. Dicen que hasta Nikita Kruschev, sucesor de Stalin como secretario general del Partido Comunista soviético, se inclinó ante su bondad.

Juan XXIII supo leer los signos de los tiempos enfrentándose con los hechos de su sencillez a esa imagen que algunos han querido propalar de un Papa simple, poco intelectual y de transición, que desmerece su personalidad y santidad. La bondad es cosa de inteligencias. Más aún, la mejor expresión de inteligencia es ser buena persona y si encima se acompaña del sentido del humor que tanto irradiaba Juan XXIII, todavía más. Solo con repasar la habilidad que tuvo el Papa Juan en su etapa de ocho años como nuncio en Bulgaria, Turquía, Grecia y Francia, aquí lidiando con obispos colaboradores del régimen de Vichy, se puede valorar su gran capacidad para solucionar problemas muy serios con tacto e inteligencia. De hecho, algunos suspiraban por un Pio XII bis, pero su modelo lejano y principesco era una rémora que requería volver a la actitud de servicio y cercanía evangélica. Con su nombramiento se conformaron pensando en un papado de transición aunque lo que resultó fue una gran conversión eclesial y esperanza universal.

En esa clave reformadora de gran calado, no se olvidó de las minorías a las que se refirió, llamativamente para la época, al sostener que cualquier represión y ahogo de la vitalidad y el desarrollo de las minorías "es una gran violación de la justicia, y lo es mucho más si va dirigida a hacerlas desaparecer". Tal era el afán de que no existiesen más pueblos dominadores ni dominados. Y todo con el objetivo de que la sociedad humana se vaya desarrollando conjuntamente con libertad, es decir, con sistemas que se ajusten a la dignidad de sus ciudadanos.

El espíritu de su papado lo definió él mismo con el término de aggiornamento (actualización, puesta al día), algo que recuerda mucho a los primeros cien días del Papa Francisco. Otra primavera en ciernes para una iglesia institución que mantiene su resistencia a los signos de los tiempos sin abrirse a una nueva actualización, desprendida de todo poder humano y pompa vaticana; que el poder no tiene valor cristiano, como acaba de señalar Adolfo Nicolás, compañero de orden religiosa de Francisco, pero en este caso en calidad de padre general de los jesuitas. Al loro.