DEL lema del despotismo ilustrado Tout pour le peuple, rien par le peuple, traducido malamente al castellano como Todo para el pueblo, pero sin el pueblo, hemos pasado tal y como están sucediendo los últimos acontecimientos a Todo contra el pueblo. La penalización de la mayor parte de las conductas cívicas es un hecho que se extiende por doquier como una mancha de aceite. Cualquier atisbo de rebeldía, de protesta más o menos organizada, de iniciativa en defensa de los derechos civiles y humanos más elementales se ha convertido en sospechosa y, por lo tanto, es susceptible de ser criminalizada.
Estamos asistiendo a un momento muy delicado en el que gran parte de nuestras creencias y de nuestras seguridades están siendo arrumbadas. Hasta ahora habíamos creído que, a pesar de las dificultades, el binomio libertad-justicia, que a duras penas se mantenía en el seno de las sociedades occidentales, iba a seguir. No importaban los avisos que nos venían desde determinadas instancias, estábamos convencidos de que nuestro modelo capitalista de corte socialdemócrata iba a ser capaz de atemperar la avidez del mercado a través de la política. Hasta el punto de que pensábamos que las reglas de juegos razonablemente iguales para todos, a pesar de ciertas desconfianzas, tenían un carácter cuasi eterno. Ahora empezamos a darnos cuenta de que vivíamos el "sueño de una noche de verano".
Es más, a pesar de lo que nos contaban, no acabábamos de dar crédito cuando decían que la avidez del mercado destruía sistemas políticos enteros en una serie de experimentos más o menos dirigidos desde las cúpulas de los grandes poderes y que tan magníficamente recogió Naomi Klein en su ya célebre libro la Doctrina del Shock: el auge del capitalismo del desastre. Nos producía una especie de sobrecogimiento cuando la autora nos relataba la destrucción de cualquier atisbo de vida social y política en países como Chile, Bolivia, Polonia o en los llamados tiburones asiáticos, al pairo de los experimentos neoliberales inspirados por los Chicago Boys. Estábamos convencidos de que eso era imposible en la vieja Europa, de que estábamos protegidos contra ese tipo de acontecimientos.
En nuestro fuero interno, a pesar de las inquietantes noticias habidas hasta ayer, incluso una vez empezada la crisis, estábamos absolutamente convencidos de que el paraguas del Estado de Bienestar era lo suficientemente fuerte como para resistir los embates de esta tempestad, de este tsunami que se nos venía encima. "Eso les pasa a otros, no a nosotros", pensábamos. Ahora constatamos que no.
La crisis se está llevando consigo un mundo de creencias, de certezas, de todo aquello que hasta ayer considerábamos prácticamente inmutable. Nos arrastra hasta un punto en el que todo aquello que considerábamos bueno y valioso hoy debe ser puesto en cuestión. El mecanismo es muy simple: los medios de comunicación constituyen una máquina feroz que nos transmiten machaconamente la necesidad de cambiar, de que hay que erosionar todo ese conjunto de sistemas de creencias sólidamente instaladas hasta la fecha y adquiridas de forma paciente a lo largo de muchos siglos para instaurar un nuevo orden.
Pasado el shock inicial, en el que incluso determinadas figuras del capitalismo mundial mostraron una especie de arrepentimiento y hasta ciertos actos de contrición -con exclamaciones como "Hay que refundar el capitalismo" (Sarkozy), o "Habíamos puesto excesiva confianza en el capitalismo" (Alan Greespan)-, se ha vuelto a las andadas. Aquellos lemas han sido sustituidos por otros: Hay que volver a recuperar la sensatez, "es el Estado el que es ineficiente, no el sistema" y cosas así. En definitiva, un revival para resucitar el espíritu de Thatcher y Reagan. Un déjà vu.
En este duro combate que se está librando, el control de la palabra es determinante. En este enfrentamiento entre la razón sistémica y la razón comunicativa es fundamental el control de los creadores de opinión. De la persuasión a través del lenguaje de McLuhan propio de la modernidad hemos pasado a la deformación. El carácter performativo del lenguaje está al servicio de la tergiversación y de la inversión de la carga de la prueba. Es cuestión de crear las condiciones adecuadas. Es absolutamente indispensable la concentración, la monopolización del discurso. Ahora se nos dice en una sempiterna cacofonía: somos los ciudadanos los que hemos vivido por encima de nuestras posibilidades, es el Estado el que es ineficiente, es la política la que se ha convertido en un obstáculo para la recuperación económica, son los desahuciados los que están ejerciendo una presión intolerable sobre la clase política, son los engañados con las estafas de las preferentes con su modo de comportarse los que están subvirtiendo el orden y la solución razonable, son los trabajadores con sus manifestaciones y protestas las que están impidiendo que el sistema económico funcione, no la reforma laboral y sus secuelas. En definitiva, son las sociedades afectadas por esta crisis sistémica las que tienen la responsabilidad de la situación dramática en la que nos encontramos y las causantes de lo que está pasando.
Toda la concentración mediática al servicio de un mismo propósito: extender una serie de mensajes que generen polémicas artificiales y que oculten el análisis sereno de las causas y de las razones que nos han llevado donde estamos. No interesa. Esta operación de maquillaje social al servicio de los poderes fácticos sólo puede hacerse bajo el control y dominio de la industria cultural. Si los Adorno, Horkheimer y compañía ya nos advirtieron durante la primera parte del siglo XX del papel que la concentración-colonización de la industria cultural podría tener como instrumento al servicio de la despolitización y alienación de las masas, sin embargo, no podían atisbar su beligerancia como conformadores de opinión pública al servicio de los intereses fácticos. La concesión de licencias de emisión, la vinculación de estas con los grandes grupos empresariales, se han convertido en el eje de esta enorme mentira que constituye, salvo honrosas excepciones, la industria de los contenidos mediáticos. La legislación se ha convertido en un arma al servicio de la concentración y monopolio de la información como se denunciaba en un reciente congreso celebrado en La Habana el pasado febrero bajo el título Concentración y crisis de los mass media por parte de responsables y gente vinculada al mundo de la comunicación.
El problema radica fundamentalmente en que el debate público está controlado por una industria mediática que está consiguiendo invertir la carga de la prueba, poniendo en tela de juicio a todos aquellos -movimientos sociales, políticos, organizaciones?- que intentan sublevarse y provocar respuestas cívicas a este expolio organizado en el que se ha convertido la política institucional en connivencia con los grandes poderes económicos. En una inmensa cacofonía una y mil veces repetidas hasta la saciedad por periódicos, cadenas de televisión y tertulianos que se intercambian como piezas de un inmenso engranaje, se criminaliza todo comportamiento democrático y, por el contrario, se ocultan de forma deliberada las verdaderas razones y a los actores responsables de este inmenso colapso político y económico en el que vivimos.
El lenguaje es beligerante, se ha convertido en arma arrojadiza al servicio de la ruptura del contrato social y de la neutralización de los actores. Son precisamente los sectores afectados por este despropósito en el que se ha convertido la política institucional los que tienen que mostrar la bondad de sus intenciones y la validez de sus acciones en una lógica profundamente hipócrita. Es la violencia de los desahuciados la que ocupa el centro del debate y no la de quienes a la fuerza son arrancados de sus casas. Son quienes piden responsabilidades a los poderes políticos y económicos quienes deben ser ejemplares, no quienes desfalcan o quienes han condenado a la exclusión y miseria a ingentes cantidades de personas.
En la actualidad, mantener la opacidad de los poderes fácticos y favorecer la difuminación de responsabilidades se ha convertido en un instrumento estratégico de primer orden de la industria mediática. Consecuentemente, el lenguaje y su control se han convertido en armas arrojadizas al servicio del poder.