HACE ya media vida, recién concluida la carrera de Filosofía, coincidí en el tren con un antiguo pupilo de ajedrez al que había perdido la pista desde el instituto, llamado Luis quien, sin él pretenderlo ni yo esperarlo, me ofreció uno de esos furtivos conocimientos desaparecido en los libros. Resultó que, sometido al preceptivo interrogatorio sobre sus andanzas de mi parte, me dio a conocer con ojos pillos que le habían metido en un colegio a fin de disciplinarle por sus malas notas y mal comportamiento. Sin poder reprimir mi sorpresa exclamé: "¡Imposible!". Para entender mi reacción, el lector ha de tener presente de un lado que yo, habiendo frecuentado la casa y familia de este joven amigo durante años, tenía a sus padres por personas ácratas, de cultura laica, forjados en el librepensamiento, quienes durante toda la infancia del muchacho se habían esforzado por educarle en un ambiente creativo y estimulante donde precisamente encajaba mi tutoría ajedrecística y, de otro, que el citado colegio es famoso por la seriedad, rigor y exigencia que imprime la institución tanto a su alumnado como a los docentes. Pues bien, a lo dicho se le añadía que el intercepto, ya de preadolescente, apuntaba mayor libertad e inteligencia que la pretendida por sus progenitores, de modo que, además de pensar prematuramente por su cuenta y participar de criterio propio, su supina vagancia y pasotismo juvenil no tardaron en aflorar cuando todavía manteníamos estrecho contacto. De modo que, no me podía imaginar la terrible escena de verlo vestido de traje y corbata delante de curas con sotana y alzacuellos por esa empatía que nos mueve a la misericordia con quienes nos sentimos identificados.

Pues bien, sin recomponerme de la incredulidad con que recibiera la noticia, todavía pude articular una observación que ponía en duda tan descabellada historia: Las pintas que llevaba no eran propias de un estudiante de aquel colegio. Mas fue enunciar el argumento y darme cuenta que el uniforme del colegio, de pantalón beis con americana y corbata azul, asomaban tras el camuflaje que el muy pillo portaba bajo una chupa de cuero, un macuto y su larga melena. Aquel detalle, lejos de disipar la extrañeza, contribuyó a aumentar mi contrariedad y ahora también mi curiosidad. A lo mejor - pensé en voz alta- habían relajado sus formas para dar cabida a un espectro mayor de alumnos, lo que explicaría que padres liberales como los de Luis se vieran animados a enviar a sus hijos a un centro religioso atraídos únicamente por su alta calidad de estudios y formación. Eso, o ejerces de rebelde con disfraz de rebelde, dije.

"¡De eso nada!", me corrigió de inmediato. "Lo que sucede, es que al principio yo pasé por el aro, vestí de uniforme, me corté el pelo, llevaba la corbata puesta, la camisa por dentro, los botones abrochados, las carpetas inmaculadas sin pegatinas, acudía a misa, iba a encuentros de estudios para hacer los deberes con compañeros... pero -y he aquí la gran enseñanza que se me quedó grabada en el cerebro- cuanto mejor me portaba, me iba peor, porque más me exigían y, la verdad, llegó a ser insoportable. Por ello he decidido volver al principio y ahora se conforman con que vaya limpio y no diga palabrotas".

La anécdota viene a cuento de lo que desde hace un lustro le acontece al Estado español con las directrices y órdenes de corte económico-social impuestas dictatoriamente desde Europa: cuanto mejor las cumplimos en cuanto a flexibilidad laboral, reducción de sueldos de los trabajadores, recorte de los servicios públicos, recortes de las prestaciones sociales, concesiones millonarias a los bancos, subida exagerada de impuestos directos e indirectos etc..., con mayor exigencia nos demandan más y nuevos sacrificios. Y tal vez de ello ustedes extraigan la misma enseñanza que mi joven amigo.