CUANDO hoy miramos a un adolescente de quince años, vemos en él rasgos propios de una pubertad rebelde. Un perfil humano que comienza a moldearse y que es reflejo del entorno social que le envuelve. Con esa edad, Iñigo Urkullu era ya un militante político. Unos con quince, otros con dieciséis, unos cuantos jóvenes vascos -no pocos- nos conocimos en el activismo político. No solo adquirimos el grado de afiliados a un partido -el PNV- sino que comenzamos a formar parte de su organización no solo con el carné sino con brazos, piernas, corazón y cabeza.

Desde entonces, desde el retorno del nacionalismo vasco a la legalidad, una generación de mujeres y hombres de procedencia diversa y con motivaciones diferentes, entre los que se encontraba Iñigo Urkullu, adquirió como una parte de su compromiso vital la militancia política del lado del Partido Nacionalista Vasco.

Unos, por avatares propios de la vida, distanciaron con el tiempo su nivel de compromiso. Otros lo atemperaron y los demás asignaron a su ADN el gen jeltzale. De la pintura, los carteles y la reivindicación permanente se pasó al fortalecimiento de la estructura, neonata tras años de persecución y clandestinidad. Estatutos, ponencias, juntas municipales, batzokis, elecciones... El crecimiento dejó huella en aquellos jóvenes que maduraron prematuramente. Su vida, no ya política, sino social, de amigos, y hasta de parejas, se constituyó muros adentro o en la periferia de los batzokis, de la propia organización del PNV. Toda actividad tenía sentido, hasta el deporte, si se vinculaba con la política, con Euskadi, con sus signos de identidad. Proliferaron los euskaltegis, los grupos de dantza, el aprendizaje del txistu. Unos fueron tenaces con aquel compromiso. Otros, entre los que me incluyo, jamás pasamos de los primeros pasos de una mutil dantza o de las notas desafinadas del Pello Joxepe. Urkullu, no. Y de ello dan buena cuenta en Alonsotegi, donde se convirtió en un reconocido txistulari.

En el ámbito profesional, en aquellos tiempos, como ahora, nadie regalaba nada. Los estudios y el trabajo se combinaban en paralelo y a ello había que añadir las duras cargas de formación interna, curtida en el ejercicio de una organización asamblearia en la que todos sus componentes se reconocían iguales en derechos y deberes. El nacionalismo bebía de la inspiración de sus generaciones anteriores, de la sabiduría de una tradición humanista que siempre había vivido a contracorriente.

EGI -la organización juvenil del PNV- se estructuró. No sin dificultades. Pasar de un movimiento a una organización reglada (atípica y caótica en ocasiones) generó desajustes. También "el partido" tuvo heridas de crecimiento, con luchas internas que causaron brechas que han permanecido abiertas durante años. En esa EGI, en ese partido, Iñigo Urkullu fue evolucionando y con el apoyo de sus compañeros de Comisión Regional y la protección de Jesús Insausti Uzturre llegó por primera vez hasta una ejecutiva territorial; el Bizkai Buru Batzar. Desde entonces hasta hoy, su trayectoria ha estado trufada de sentido del deber, de responsabilidad, de templanza y de compromiso.

Objetor de conciencia ante el Servicio Militar Obligatorio cuando nadie lo era, sus principios éticos y morales siempre descubrieron en él a un hombre de paz, justo y con conciencia solidaria. Serio en la distancia, pero risueño y alegre en la proximidad.

En la vida pública, le recuerdo como director general de Juventud y Acción Comunitaria de la Diputación Foral de Bizkaia. Parlamentario en Gasteiz, presidente de la Comisión de Derechos Humanos en los años duros en los que ETA vomitaba fuego y convertía en víctimas a centenares de personas inocentes. La violencia, el terrorismo y sus dramáticas consecuencias generaron en él quizá los mayores momentos de desasosiego. La injusticia, la intolerancia, el sectarismo han sido, quizá, las únicas razones que le han sacado, contadamente, de su ámbito de templanza. Viví con él un intento de agresión, en el Ibilaldia celebrado en Balmaseda hace unos años, por parte de aquella izquierda abertzale que él calificó de "radical". En Elorrio, en una campaña electoral, la persecución amenazante de la borrokada se hizo tan insostenible que, en pleno acoso, se giró y volvió sus pasos ante aquellos valientes vociferantes que, sorprendidos por la reacción, dieron marcha atrás mientras Iñigo tenía que ser contenido por sus propios compañeros.

Aquel joven central del Larramendi se hizo mayor. El "maestrillo", como algún desalmado le calificaba despectivamente, medró. Su ponderación, su reflexión, su pausa, demostraron que, muchas veces se gana más escuchando que hablando. Surgieron las canas y, con ellas, la experiencia.

Cuando nadie daba un duro por Zapatero, convenció a los propios de que había que explorar una vía de entendimiento. Fue difícil persuadir a todos de que aquel intento tenía futuro. Y vaya si lo tuvo.

Urkullu se convirtió en facilitador. Ya antes había participado en las denominadas "conversaciones de Loiola" y había fraguado una interlocución estable con la izquierda abertzale. Pero su aportación más importante a la paz en Euskadi estaba por llegar. Zapatero, en el final de sus días en La Moncloa, había emplazado a ETA y a la izquierda abertzale para que en el verano del pasado año dieran el paso definitivo hacia el final de la violencia. Unos no creyeron que había margen temporal, que pronto llegaría el PP y el intento quedaría en agua de borrajas. Y el presidente español desconfiaba de la voluntad de la otra parte. Todo parecía abocado al fracaso. Pero Iñigo no se vino abajo. Medió. Habló con unos y otros. Políticos, embajadas... Les hizo ver que aún había una oportunidad, que era el momento de arriesgar. El "soso" de Urkullu se había convertido en catalizador y su trabajo oculto fructificó. Calló ante las críticas injustas, evitó el protagonismo, como un hombre de Estado, un facilitador, y tras disponer de una pista de aterrizaje, ETA anunció el cese definitivo de la violencia.

Fue el momento más emotivo de cuantos recuerdo. Durante toda la mañana se habían propagado los rumores. En la intimidad de su despacho, en la quinta planta de Sabin Etxea, unos pocos testigos conocimos la existencia del comunicado en la BBC a primera hora de la tarde. Aquel abrazo, vibrante de sensaciones, no lo cambiaría por nada. A partir de ahí, la historia es reciente. El reto electoral, el desafío con la emergencia nacional, la cita con las urnas, el compromiso. Con la verdad por delante.

Y hoy Iñigo Urkullu es lehendakari.

Son muchas las vivencias que se quedan en un tintero tras treinta años de cercanía. Tiempo habrá para que alguien las recopile. Lo sustancial de mi experiencia es que cada vez que le veo recupero en sus rasgos a una parte de aquel adolescente de quince años convertido en activista. Sí, es el mismo pero ahora, además, es el lehendakari de Euskadi. Me emociono, porque es mi amigo. Es el lehendakari Iñigo Urkullu. El futuro del país está en buenas manos.