LA situación es difícil. Lo sabemos. Pero ¿es necesario repetirlo a troche y moche como un estribillo tan ineficaz, cuanto desalentador? Dice Campoamor que "al salir a la calle las ideas,/son del incendio popular las teas"; ahora, remedándole, podríamos decir que "al salir a la calle los agüeros/son del desaliento popular parteros". Es lo que viene sucediendo. Pero debe haber intereses determinados tras esta jeremíada de trenos y lamentos. Veamos. El Gobierno no se cansa de decir que estamos en una grave dificultad, que las medidas de recorte son necesarias, que no van a surtir efecto por ahora. Integrado por un Partido que en la oposición se ha dedicado a poner palos en las ruedas sin aportar prácticamente la menor colaboración, pide ahora apoyo a su política. Un Gobierno que, como el anterior, dice una cosa en campaña electoral y la corrige en el poder, asegura que no va a tocar los impuestos, parece olvidar la lógica servidumbre de pertenecer a la UE y luego acrece la presión fiscal y se ve mediatizado por las decisiones de Bruselas. Un Gobierno que dice que va a cumplir todo lo prometido en Bruselas, afirma luego que es preciso modificar las fórmulas de enfrentar el déficit, pero que, no obstante, se cumplirán los compromisos, y de pronto se saca de la chistera una rebaja en la reducción del déficit para 2012. Independientemente de que sea o no una decisión adecuada, pretende adornar su decisión como un enfrentamiento aparente con la UE -eso sí, oficialmente negado- no siendo en realidad más que una estrategia gallega para terminar en que no se cumplirá el objetivo en 2012, pero sí en 2013.
La oposición a lo que parece, no sabe por dónde le da el aire. Cuando estaba en el Gobierno, se quejaba con razón de la cerrilidad de la entonces oposición. Ahora nos abruma reiterando machaconamente que el Gobierno se pasa en sus recortes, que la reforma laboral solo va a servir para incrementar el paro; que la subida de impuestos ha sido un engaño; que, en definitiva, por donde va el Gobierno actual no se puede resolver la dificultad. Alguno, situado cómicamente en el siglo XVIII, habla de que la conducta del Gobierno está atentando a la soberanía nacional. ¿Qué es hoy eso? Los ciudadanos conscientes hemos pasado ampliamente esa página arrugada e ilegible.
Sindicatos y Patronales tienen su eterno discurso como un disco rayado, incapaces de salir de los raíles convencionales y aburridos del capitalismo y el socialismo; los despidos y la contención salarial, cuando no la rebaja; la huelga y la manifestación. Y ello en vez de intentar algo más imaginativo y adecuado a los tiempos modernos, como sería descubrir un equilibrio entre todas esas posiciones trasnochadas; o un sistema laboral que haga posible la responsabilidad y la colaboración de todos, sin ser tan tuitivo como hasta ahora, pues el exceso de protección ha permitido a unos y a otros mirar para otro lado ante los problemas, en vez de preverlos y enfrentarlos.
Los medios de comunicación, como nuevas Casandras, se desmelenan con sedicentes informaciones alarmantes, nos dicen un día tras otro, que la situación es insostenible, que las cosas no marchan, que hay mucha gente que no tiene para llevarse a la boca un pedazo de pan, publican entrevistas a políticos, estudiosos y a toda clase de agoreros que lo único que consiguen es que nos echemos a llorar o que se nos suba la sangre a la cabeza, en vez de lograr que asumamos la realidad y nos lancemos animosamente al esfuerzo y a la búsqueda de soluciones, que en su campo un gran número de ciudadanos seguramente encontraría y encontrará. A la vista de todo ello, el ciudadano está perplejo. ¿A quién puede creer?
Habituado secularmente a la desconfianza institucional, una parte de la ciudadanía piensa que le engañan, porque a lo que se está atentando en este momento con esta cascada de lamentaciones, es a la capacidad de esa ciudadanía para enfrentar con equilibrio, proporción, mesura y ánimo la dificultad de la situación. Tiene la sensación de que el Gobierno se busca coartadas para ocultar su incapacidad; de que no tiene fuerza, a pesar de su mayoría absoluta, para tomar las medidas verdaderamente necesarias, como sería, p.e., la elaboración y propuesta de un verdadero plan industrial, porque el Estado parece un erial empresarial, sobre todo de Madrid para abajo, y sin empresas no hay empleos por muy acertada que fuere -lo que está por ver- la reforma del mercado laboral. Sería también algo necesario la recepción directa de los millones de euros del BCE por el Estado, como préstamo con devolución al 1%, en vez de fomentar el negocio inmoral de las entidades financieras que perciben esos fondos y nos los colocan en la deuda al 3 o al 5% a costa de nuestros bolsillos. Se requeriría asimismo la intervención, y ¿por qué no? la nacionalización, de la banca que reciba fondos del Estado, eliminando retribuciones desorbitadas y encarcelando a quienes hayan manchado su gestión con delitos. En definitiva piensa que, por tanto, el Gobierno le toma el pelo: lo pone todo negro, pero sólo para apuntarse el más leve tanto que, quizá, pueda conseguir, aun cuando no sea ni de lejos la verdadera. En cuanto a la oposición, tampoco tiene autoridad ni credibilidad para proponer medidas diferentes, puesto que el reproche es inmediato e inevitable: ¿por qué no lo hicieron Vds. cuando tenían el poder en sus manos? Si hay alguna explicación de por qué entonces no y ahora sí, deberían darla; pero debe ser creíble. En otro caso, el remedio sería peor que la enfermedad.
Como apunto antes, los medios de comunicación no sólo no ayudan en estas situaciones, sino que contribuyen a crear pésimo ambiente con la pintura de una situación desalentadora, de gravedad muy superior a la de la realidad. Porque? ¿quién se cree que el número oficial de parados es de parados verdaderos? ¡Por favor, seriedad! Todo el mundo sabe que hay catacumbas inmensas de eso que se llama economía sumergida, gracias a la cual y, además, al cobro simultáneo e ilegal -¿inmoral?- de subsidios, hay mucha menos gente en la más absoluta miseria de la que correspondería a los agüeros políticos, patronales, sindicales, sociales y de opinión publicada. Y, por una parte, es bueno que así sea, aun cuando no sea ni de lejos el ideal, y, por otra, esto no quiere decir que no haya ciudadanos y familias que malviven en una situación límite. Desgraciadamente los hay. Y probablemente no en número escaso.
Con todos estos mimbres, no puede sorprender que la credibilidad política y el entusiasmo social anden por los suelos. Seguimos con la demencial reacción aquí tradicional y común hasta ahora: la culpa de todo la tienen los otros. No hay asomo de autocrítica, cuando la realidad es que todos -la política y las entidades financieras, pero también los ciudadanos- tenemos parte casi alícuota de culpa en la situación por falta de responsabilidad, codicia, comodidad y huida del esfuerzo. Y sin embargo, es necesario recuperar la credibilidad política y los arrestos sociales, porque un mínimo de credibilidad y de arrestos son necesarios para hacer posible una vida equilibrada y una convivencia razonable.
Las reacciones, sin embargo, son las habituales. Manifestaciones de uno u otro tipo y huelgas. Todo ello alimentado, fomentado y magnificado por los sindicatos, los medios de comunicación y, si a mano viene, por la oposición, sea esta cual fuere. Yo entiendo las huelgas y manifestaciones como desahogo de muchos ciudadanos indignados, en situación precaria o en ambas tesituras. Creo, sin embargo, que no solo no sirven para casi nada eficaz, sino que sus efectos son perniciosos para el país y, en definitiva, se vuelven contra nosotros mismos, los manifestantes y huelguistas.
No creo que debemos quedarnos de brazos cruzados. Pero hoy, con tanto blog, Twitter, tanto Facebook, tanto sms y tanta historia tecnológica, salir a la calle es un lujo innecesario, un dispendio anticuado y un desgaste de fuerzas a evitar. Si empleando toda esa tecnología para volver locos a los representantes populares, inundándoles de requerimientos y mensajes, e intentando que salgan a la luz pública nuestros esfuerzos, no se consigue algo, no va a quedar más remedio que convertir nuestra indignación en organizaciones nuevas y guardarnos en el bolsillo para ellas nuestra papeleta de voto. Con todo, hay que convenir en que esta última medida puede ser también discutible. La historia y la experiencia enseñan que las organizaciones nacen para ayudar al individuo, pero la desidia, la comodidad o la incapacidad de la mayoría de sus miembros, terminan por dejarlas en manos de unos pocos, con frecuencia carentes de entrega al común. Y no olvidemos algunas cosas elementales. La situación no es nueva. Recordemos la historia relativamente reciente: guerra civil y posguerra, una y otra inicuas, década de los 70 y el petróleo, década de los 80 y destrucción masiva del tejido industrial. Tampoco será la última.