A los asuntos pendientes les llega su hora resolutiva y en esa hora tardía se ventila un problema agravado por todo el tiempo de demora. Detrás de cada asunto pendiente hay una circunstancia forzosa, una desidia disfrazada de prudencia o, lo más probable, algún tipo de cobardía o puro miedo. La política y las organizaciones ineficaces rebosan de expertos en la prórroga de decisiones ineludibles. En el gran depósito de los asuntos pendientes, situado en la memoria colectiva, duermen hasta que puedan ser atendidos o mueran en el olvido dejando un reguero de frustración y engaño. Al final, la vida de todos es la historia de unas pocas realizaciones e incontables causas aplazadas, finalmente perdidas.
¿Cuántos temas retrasados hemos acumulado aquí durante estos años? Muchos, ciertamente, derivados del terrorismo y las réplicas antidemocráticas que surgieron del Estado al amparo de su defensa. Concluida la trágica existencia de ETA, los deseos aplazados salen del cajón y exigen ahora una respuesta concluyente. Uno de ellos es la anhelada salida de las fuerzas policiales españolas de tierra vasca, justificada sobre dos argumentos: la desaparición del motivo que provocaba su excepcional presencia (razón patente) y la fobia que suscitan las policías estatales en Euskadi (razón latente).
Hagámonos el favor, en esta hora esperanzada, de decirnos la verdad cara a cara. La hostilidad a la presencia en Euskadi de las FCSE (fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado), cifrados actualmente en 4.000 efectivos, no ha sido exclusiva de la izquierda abertzale, sino que se extendía a gran parte de la sociedad vasca. Sin embargo, debido a la fiereza continuada de las acciones terroristas y al hecho de que los policías fueran también sus víctimas reducían la exteriorización de esta antipatía. Por responsabilidad y comedimiento, incluso por estética.
Con este condicionante, el sentimiento antipolicial había quedado enmascarado y permanecía solapado por el trauma terrorista en el registro de los temas irresueltos. Aun así, se recrudecía con cada episodio de abuso, tortura y muerte, cuyo cénit fueron los GAL y sus crímenes impunes. La expresión emocional -y también racional- contra la presencia de las FCSE ha sido constante y categórica, a pesar de la dificultad de separar ese sentimiento de la repulsa general de la violencia. A esto, algunas conciencias inquisidoras le llamaban equidistancia, cuando solo era claridad de criterio moral.
Del clamor reivindicativo del "que se vayan" de los años 70 y 80 al "alde hemendik" continuador, patrimonializado por la izquierda abertzale, hay una diferencia cualitativa, pues transita de un lema de aceptación mayoritaria a un eslogan particular cuya incoherencia ética consistía en contraponer el apoyo al activismo de ETA con la fuerza policial que lo reprimía.
El rechazo de la presencia de la policía española en Euskadi no fue nunca un impulso irracional antisistema, ni era solo el reflejo natural de una época de brutalidad de los agentes del Estado contras las libertades y los ciudadanos vascos. Era tanto la consecuencia de una inextinguible identificación de las FCSE con la dictadura, como la legítima aspiración de una alternativa vasca en materia de seguridad. ¿Qué fue la Ertzain-tza, además de una vieja reclamación histórica, sino la expresión del deseo de disponer de una policía propia, solvente, democrática, limpia de pasado vergonzante y nacida del pueblo?
La larga experiencia terrorista, que también se cebó con la Policía autónoma, ha contribuido, como otras manipulaciones asociadas a ETA, a la falsa creencia de que las FCSE habían superado su repudio entre la población. Nada más lejos de la realidad. Este sentimiento y el referente sociopolítico que le precedía han permanecido muy vivos y ahora, extinguidas las circunstancias que los condicionaban, resurgen con vigor para exigir su cumplimiento.
Los abusos y crímenes policiales en Euskadi durante y después del franquismo no han quedado impugnados por la actuación, tantas veces discutible, de las FCSE contra ETA. Euskadi ha permanecido atrapada entre dos estrategias militares que se retroalimentaban. La distancia entre la ciudadanía vasca y la policía española tiene profundas causas históricas, pero también es física, como lo reflejan las casas-cuartel y comisarías-búnker donde se refugian sus moradores, alejados de nuestros pueblos y ciudades, no para protegerse de los ataques, sino porque están pensadas para remarcar su soledad y la discordia entre dos mundos irreconciliables. Dicho de otra manera, la enemistad es mutua. La aversión a la policía española forma parte de un discurso político intachablemente democrático, el autogobierno y el desprecio a la violencia. A pesar de esto, durante años se atribuyó a los ciudadanos cierta connivencia con ETA por su repulsa de las tácticas antiterroristas del Estado y sus agentes. Tantas injurias gratuitas ahondaron esta brecha.
ETA ha cesado su periplo criminal. ¿Pretende el Estado que sigamos soportando la hiperpresencia policial? ¿O quiere retrasar por tiempo indefinido la retirada de la Guardia Civil y la Policía Nacional por no ceder en lo simbólico, al entender que con el repliegue se debilita en la CAV de cara a futuras demandas nacionalistas? ¿No será que España desconfía de la Ertzaintza, a la que percibe como parte de la empresa soberanista? Llegada la paz, es absurdo mantener la dotación de 4.000 agentes españoles junto a nuestros 8.000 ertzainas. Prolongar semejante densidad policial es política y económicamente insostenible. Y una provocación.
El Estado tiene dos opciones: ser resolutivo acometiendo la operación salida con criterios técnicos y de racionalidad política o mantener la concentración policial en su larga lista de asuntos podridos. Se trata de actuar honrosa o deshonrosamente. Lo honroso es reconocer la realidad de la gravosa y artificial conservación en suelo vasco de tantos efectivos y proceder a su paulatino repliegue. Eso sí, no esperen que en esa hora feliz salgamos a despedirles con música y palmas, bañados en lágrimas de aflicción. Permítanos ser sinceros con nuestro alborozo en tan ansiado momento. Así se producirá una retirada honorable en la que no faltará nuestro respeto y podrá cumplirse lo indicado en el artículo 17.1 del Estatuto de Gernika, que otorga a la Ertzaintza la plena competencia en seguridad con determinadas excepciones. ¿No habíamos quedado en eliminar las duplicidades? Aquí tienen un caso de libro para acometer ese propósito de eficiencia, si es que la voluntad mayoritaria de Euskadi no les parece sobrada razón.
Queda la opción deshonrosa. La de prolongar indefinidamente el statu quo policial y escapar después furtivamente para que su marcha no se interprete como capitulación. Cuanto más castrense sea la fórmula del repliegue, menos digna resultará. Porque aquí no ha existido una guerra, sino un largo episodio de terrorismo en medio de una sociedad avanzada y pacífica, una de cuyas secuelas fue la vertiginosa escalada de la presencia policial en Euskadi. Sobran para siempre pistolas y uniformes, cuarteles y soldados. En efecto, ETA debe desarmarse; pero también el Estado.