LA guerra de Afganistán, o para ser más precisos, el último capítulo de la guerra de Afganistán -el que va desde la respuesta norteamericana tras los atentados del 11-S hasta hoy mismo-, podría dividirse a su vez en dos partes. La primera iría desde el 11-S hasta la casi total expulsión de los talibanes de territorio afgano, más o menos en diciembre de 2001. Cuatro meses, nada más. La segunda comenzaría con el reagrupamiento talibán y el consiguiente inicio de una guerra de guerrillas que prosigue en franco crecimiento desde hace diez años y que no parece que este año vaya a disminuir: en lo que va de 2011 ya se han superado las bajas de 2006.
Es decir, la guerra de Afganistán, que pasó por ser una de las más breves y baratas de los últimos años, se ha convertido en un cenagal de muerte y destrucción del que nadie sabe cómo salir ahora. Curiosamente, la misma estrategia que permitió lo primero es la gran responsable del panorama que se ha creado posteriormente.
En 2001, tras los atentados del World Trade Center, Estados Unidos entero clamó venganza. Quería golpear a Al Qaeda, y para lograrlo, nada mejor que hacerlo en el país donde se cobijaban la mayoría de sus líderes: el Afganistán de los talibanes. Sin embargo, Afganistán nunca ha sido un campo de batalla apetecible. En su caprichosa orografía encontraron su tumba centenares de soldados británicos primero y soviéticos después. Estados Unidos no quiso ser el tercer imperio en probar la hiel de la guerra afgana. Para evitarlo, en lugar de mandar a sus propios soldados, se dedicó a apoyar a los señores de la guerra que ya estaban en guerra desde hacía años contra los talibanes, agrupados en su mayoría en la heterogénea Alianza del Norte, a los que añadió unos pocos centenares de sus más expertos comandos.
La jugada les salió perfecta. Con un número mínimo de bajas propias y apoyándose en "elementos locales", logró desalojar del poder a los mismos talibanes que habían prometido años de resistencia. E incluso pese a las millonarias soldadas que pagó a sus nuevos amigos, la guerra les salió barata. Baratísima, comparada con la que se avecinaba en Irak.
Sin embargo, los talibanes aún contaron con tres bazas a su favor: la primera, que Pakistán nunca dejó de considerarles como unos amigos, por lo que puso a su disposición una amplia franja de su frontera para que se reagrupasen cómodamente. La segunda, que la misma razón por la que había llegado al poder hacía un lustro, los desmanes y la anarquía que traían consigo los señores de la guerra, volvería a hacerse valer en cuanto estos tomasen el control del país, como así fue. Y la tercera, que mientras esto fuese así, nadie podría crear un gobierno fuerte en el país.
De todo esto tuvo mucha culpa EE.UU. Si no hubieran apoyado al dictador pakistaní Musharraf, un gobierno democrático hubiese, como ahora están haciendo, plantado cara a los talibanes y a quienes desde dentro de su propio ejército les apoyaban. Y si en Afganistán hubieran apostado por crear un gobierno fuerte, desarmando a los señores de la guerra acabada ésta, la ley y el orden hubiesen imperado en todo el país, quitando argumentos a los partidarios de los talibanes.
Pero para ver esta realidad, que entonces solo preveían unos cuantos analistas a los que nadie quiso escuchar, han hecho diez años de sangre y terror. Diez años en los que la "fórmula afgana" no solo se ha considerado exitosa, sino que incluso se ha exportado a otros lugares como Irak, Somalia o, en parte, Yemen. Con idénticos resultados, por cierto.
El apoyo decidido a unos señores de la guerra que luchen, teóricamente, por la democracia, en lugar de apoyar la creación de verdaderos estados democráticos, es uno de los errores geopolíticos más monumentales de las últimas décadas. Y cada nuevo muerto o herido que nos llega desde Afganistán, la prueba de que cuando uno juega con fuego, siempre termina quemándose.