LA exposición que actualmente se exhibe en el Museo del Prado -Pasión por Renoir- reúne el número suficiente de obras para sacar algunas conclusiones y, en todo caso, el número idóneo para que la capacidad de captación y discernimiento de la sensibilidad no se sienta superada. La colección de Sterling y Francine Clark que se expone reúne algunos paisajes y bodegones pero, sobre todo, retratos tan impresionistas como, en algunos casos, impresionantes. No es necesario saber mucho de pintura para disfrutar de la visión, y basta un recorrido para recoger la sensación de que se está ante un pintor notable y rebelde dentro de la rebeldía, porque si el impresionismo obedeció en buena parte a una reacción que tuvo lugar en las últimas décadas del siglo XIX en contra de las normas artísticas impuestas por la Academia de las Bellas Artes de Francia, Renoir no soportó durante mucho tiempo a sus compañeros de rebeldía, porque se cansó demasiado pronto de pintar paisajes -que era la temática preferida por los impresionistas- ya que su gran afición eran los retratos, sobre todo si se trataba de pintar rostros y cuerpos de mujeres.
La labor no era sencilla porque el paisaje (cualquier paisaje) se prestaba fácilmente al cromatismo que los impresionistas extremaron. Otra faceta rebelde de los impresionistas procedía del hecho de que las grandes exposiciones tenían lugar en Liceos y Salones lujosos parisinos, y ellos prefirieron que la pintura plasmara la realidad de un modo espontáneo, sobre caballetes instalados en plena calle, lejos de los talleres. Esta nueva disciplina exigía rapidez, recurriendo a pinceladas rápidas y a formatos sencillos, muy diferentes de los que usaban quienes mostraban como objetivo exponer en los lugares en los que la alta sociedad programaba sus lujosas veladas. ¿No es, acaso, rebeldía superar aquellos círculos? Lo cierto es que quienes optaron por salir a la calle, armar sus caballetes y urgir una pincelada tras otra para que la obra plasmara momentos concretos del presente, rompieron con aquel establishment: eran rebeldes. Renoir, además, se rebeló frente a aquellas líneas bien pronto, apenas duró doce años siendo puramente fiel a aquella tendencia.
Contemplar la colección de cuadros que se exponen en el Museo del Prado permite comprobar todo esto, pues no en vano contiene muy pocos bodegones, pocos más paisajes, y el mayor número de cuadros corresponde a los retratos. Es precisamente en los retratos en los que encontré la esencia humana y humanística de la exposición y el origen de mis reflexiones. ¿De qué modo se puede mostrar el impresionismo en un retrato? La variedad cromática y el trazo breve son sus caracteres más notorios pero, ¿cómo conseguir que esto se vea en un retrato? Han sido estas características las que me han movido a una reflexión trascendental mientras admiraba el Niña con ave (Mademoiselle Fleury vestida de argelina). Igualmente hubiera despertado ante el Retrato de Madame Monet, o ante la Muchacha Dormida, pero fue el retrato de Mademoiselle Fleury el que fijó mi atención.
Fijó mi atención a la vez que surgió en mí una pregunta: ¿cuál fue la última pincelada? Porque, al final, cada una de las obras de arte (pinturas, esculturas, etc) contiene la que fue la última pincelada, o el último martillazo, tras el que el artista depositó los instrumentos y herramientas en cualquier lugar y se dispuso a contemplar la obra. Es en ese momento, cuando el artista siente que su obra no precisa el más mínimo retoque, cuando ya inicia la obra nueva de su más inmediato futuro. Vuelve a crear. Por eso el cuadro me pareció sublime, por su realismo y por su exotismo también. Para conseguir ese efecto proliferan las pinceladas puntuales, como si en un momento el artista hubiera pensado que la muchacha con ave (por cierto, de especie indefinida) no expresara demasiado. El cromatismo, reducido a pocos colores y escasos matices, precisaba puntos de luz, impresiones, nuevos colores que completaran el elenco e impresionaran.
Y allí estuve durante más de media hora buscando la última pincelada e imaginando el semblante de Renoir en el instante siguiente a su culminación, cuando la satisfacción afloró a su rostro y la ilusión sembró sus ojos con los mismos centelleantes colores de la última pincelada.
Al fin, me dije, la vida se convierte en un lienzo pintado. Es blanco cuando nacemos, cuando la providencia deposita en nuestras manos un pincel y una paleta llena de pastas de colores diversos y poco a poco vamos decidiendo qué pintar y de qué modo hacerlo. Los colores que elegimos tienen que ver con todo: con nuestra edad pero, sobre todo, con nuestro estado de ánimo, con la fortuna venturosa o aciaga que nos acompaña en cada momento, con las vicisitudes que influyen en nuestros comportamientos. La vida es un cuadro pintado con un estilo, definido o indefinido, que muestra a nuestros descendientes cómo fuimos y qué metas perseguimos, también si alcanzamos esas metas.
Del mismo modo que Renoir eligió, primero, a quiénes retrataba para decidir después cuál era la posición que mejor les definía, así en nuestras vidas, minuto a minuto, segundo a segundo, vamos conformando el cuadro que nos llevará a la posteridad o nos dejará en esa encrucijada en que uno de los caminos conduce a la memoria y el otro al olvido.
Pero, en fin, lo más significativo es esa última pincelada que nos hace dar dos pasos atrás y admirar, y complacernos con la obra completa de nuestras vidas. Habrá de ser esa última pincelada, si alguien llegara a distinguirla, la que defina los entresijos de nuestra actitud y los altibajos de nuestro carácter mientras fuimos capaces de vivir interesados por legar a quienes vienen detrás bondad y belleza.
En ningún momento he dudado, mientras miraba el cuadro de Renoir, que la última pincelada fue la destinada a mostrar en el ojo visible del ave la profunda alegría por sentirse acompañada, y acompañando, a la niña tierna vestida de argelina. Lo determinante de un retrato son los ojos que miran desde el lienzo y dan la profunda impresión de que nos siguen en todos nuestros movimientos. Esa es la compañía. Estoy convencido de que la última pincelada de cualquier retrato siempre persigue ahondar la profundidad de la mirada de quien es retratado.