Estableciendo un símil económico, el Derecho de Competencia europeo impone a las empresas que gozan de una posición de dominio en el mercado una "responsabilidad especial": preservar la competencia en el mercado, actuando "como si" carecieran del poder de elevar los precios por encima de sus niveles competitivos. De acuerdo con la jurisprudencia, dicha responsabilidad requiere que las empresas dominantes fijen precios que no sean ni demasiado altos ni demasiado bajos, que no carguen precios diferentes por transacciones equivalentes, que no ofrezcan a sus distribuidores descuentos ligados al crecimiento de las ventas, que no vinculen la venta de uno de sus productos a que el consumidor adquiera otro de los productos de su cartera, que den acceso a su propiedad intelectual a sus principales competidores si dicho acceso es indispensable para competir y sus competidores planean ofrecer nuevos productos para que existe una demanda potencial. Al fin y al cabo, que actúen con responsabilidad. La misma que se les pedía en pleno puente a los controladores aéreos que el viernes se declaraban en huelga. Sí, en huelga y salvaje. No podemos caer en cierta sinecdoquitis. Cambiar la parte por el todo. En este escenario, lo que importa es el todo. El daño que este grupo de profesionales ha hecho a más de 600.000 pasajeros. El plante de los controladores estaba perfectamente calculado. Buscaba colapsar el país justo en uno de esos puentes que como dicen los escolares, caía bien. Era largo. El primer día festivo, el 6, era lunes; y el de la Inmaculada, miércoles; con lo que los más afortunados habían programado una buena escapada antes de Navidad.

Los controladores sabían que Aena tenía desde el viernes y hasta el miércoles más de 25.000 vuelos con cuatro millones de asientos ofertados. Los mismos ciudadanos que se han visto secuestrados entre maletas. Además de todos esos turistas que planeaban partir y aterrizar en algunos de nuestros aeropuertos, los perjudicados han sido también quienes debían sobrevolar el espacio aéreo español aunque no tuvieran como destino nuestro país, con el desaguisado que ha conllevado en el tráfico aéreo de toda Europa. Y este era el segundo objetivo de los controladores: internacionalizar sus reivindicaciones. Propagarlas teniendo en cuenta que en una sociedad en la que el conocimiento de lo público se adquiere a través de la información de los medios, importa tanto lo que las cosas son como el modo en que se presentan a través de estos. Y la repercusión que han conseguido es incuestionable como también la imagen de república bananera de nuestro país.

Existían precedentes del escenario que estamos viviendo en España. El 3 de agosto de 1981, más de 13.000 controladores de EEUU, de un total de 17.500, se pusieron en huelga para reclamar una subida de sueldo, mejoras técnicas en las torres, jornadas laborales más cortas y acordes al estrés de la profesión y el derecho a una pensión completa tras 20 años de trabajo. El presidente, Ronald Reagan, les dio 48 horas para volver a sus puestos. No lo hicieron, así que despidió a 11.000 de ellos. Un contingente de emergencia de controladores militares, unidos a los profesionales que no secundaron la convocatoria de huelga, se encargó desde entonces del tráfico aéreo del país. Ese mismo año, la escuela de formación de Oklahoma admitió a 5.500 nuevos candidatos, cuando lo habitual eran solo 1.500. Pero, además, en menos de un mes había más de 45.000 nuevas solicitudes.

En España, cuando en las navidades pasadas el conflicto aéreo se recrudeció, se planteó la opción de recurrir a fuerzas militares. Los controladores militares, que ganan 17 veces menos que los civiles, se ofrecieron a Aena, pero la opción fue descartada.

Con este escenario de fondo y con un conflicto profundamente enquistado en el tiempo, al Gobierno no le quedaba otra alternativa que decretar el estado de alarma. Y tomada la principal decisión, ahora quedan las secundarias pero no menos importantes. Porque el ejecutivo que lidera Zapatero debe canalizar el malestar ciudadano, debe mantener este pulso hasta el final y hacer que quienes han creado el escenario que estamos viviendo paguen económicamente por él. Debe mantener la cabeza bien fría porque de lo contrario, dentro de unos días, en Navidad, con la huelga anunciada por los pilotos reclamando al Gobierno que regule los tiempos de trabajo y descanso, estaremos padeciendo algo parecido. Decretado el estado de alarma se acaba con un problema puntual pero no con el conflicto, por eso el Gobierno debe transmitir en sus comparecencias la información necesaria a la sociedad para que esta sepa que está defendida por un ejecutivo coherente y en activo.

El jueves, Zapatero debería evitar polémicas partidistas y clamar a los cuatro vientos que moralmente no puede transigir a las demandas de los controladores con 4.110.290 parados. Millones de parados que ni de lejos cobran de media como los huelguistas 350.000 euros anuales (frente a los 120.000 de la media europea). Debería clamar a los cuatro vientos que el Estado de Derecho no cederá a ningún chantaje. Debería limpiar la mancha que los controladores han extendido sobre la marca España, sobre un sector del turismo que en plena crisis estaba mostrando síntomas de recuperación con previsiones de crecimiento del PIB para este año del 0,6%, superior por primera vez en una década al incremento esperado de la economía española.

El historiador Robert Dallek, biógrafo de las presidencias de John Kennedy y Lyndon Johnson, reflexionaba recientemente sobre lo que llama "cualidades ingobernables" de los tiempos que vivimos. Y afirmaba que lo que definirá esta era de la presidencia Obama es "el poder disminuido, la autoridad reducida, la capacidad mermada para definir los acontecimientos". Salvando las distancias, veremos qué pasa con nuestros políticos.