LA última filtración del Tribunal Constitucional español, por lo que se refiere al Estatut catalán, indica que se prepara una sentencia todavía más restrictiva del texto que la preparada por la ponente anterior. Según el diario de referencia para los socialistas no hay una, sino tres alternativas. La más suave eleva a 22 los artículos a suprimir en el texto, en lugar de los 15 iniciales, que ya parecían una barbaridad.

En realidad, todo el caso, y el tribunal mismo, son una barbaridad y un ejemplo de autodesprestigio, dicho sea con el aval del derecho constitucional a la libre opinión y contra la reacción de la propia señora Casas, descalificando partidos políticos, medios y periodistas. Porque hay evidencias que no pueden ser contempladas sin reproche: la primera, que después de casi cuatro años, el tribunal no ha sido capaz de acordar una resolución. Dado que la propia responsable directa del fracaso es la señora presidenta, lo coherente habría sido dimitir y marcharse a su casa en vez de anatemizar a nadie. Y ahora parece que se dispone a secundar un dictamen, por la vía de urgencia, pegándose a buena parte de las tesis más centralistas de los magistrados más contrarios al aumento de la autonomía catalana.

La segunda, que el Tribunal está caducado. Al menos el mandato de un tercio de sus miembros hace más de dos años que terminaron el mandato, a lo que se añade la ausencia de un fallecido y la recusación aceptada de otro. Eso suma la mitad de la docena de juzgadores teóricos.

Pero, sobre todo, lo que parece absolutamente ilegítimo es que un órgano del Estado, y por tanto parte en un pacto que le resta competencias, en total diez personas, tengan la capacidad jurídica de corregir un texto validado por los representantes (parlamentos) de la soberanía del territorio y del conjunto del Estado y refrendado por la ciudadanía afectada. Algo insólito en las democracias consolidadas e, incluso, en la historia española desde el inicio de la Transición.

Diversos juristas de prestigio lo han reconocido así. Otros comentaristas lúcidos añaden que, lo que quede de Estatut, será algo más reducido todavía que el texto anterior, el llamado de Sau, de finales de los 70. Incluso supone una reforma encubierta, a la baja, de su sacrosanta Constitución, cuyo espíritu, en el momento de pactarla, con todos los condicionantes, incluido el ruido de sables, volvería a ser traicionado.

Sobra recordar hasta dónde ha llegado la pérdida de credibilidad del presidente Rodríguez Zapatero. Prometió defender el "Estatuto que salga del Parlament de Catalunya". Se encontró con un representante suyo, Pasqual Maragall, que fue mucho más allá de sus deseos. Otro compañero, Alfonso Guerra, se encargo del primer "cepillado". Un tercero, el magistrado "progresista" Aragón, se alinea con los llamados "conservadores", léase centralistas y uniformadores. Ahora, el mismo ZP se alinea con el teórico adversario, Mariano Rajoy, y rechaza la petición del 87% del Parlamento de la Ciutadella (todos menos PP y Ciudadanos) de renovar el árbitro para legitimarlo. Por lo menos eso. Aunque la demanda va más allá, reitera la constitucionalidad del texto y la inhibición del TC en su análisis. Hay otra frase hecha entre los catalanes: "Lo más parecido a un español de derechas es un español de izquierdas".

Tiene razón Esquerra cuando dice que, con otros magistrados, el resultado no sería mejor para Catalunya ni para la concepción plurinacional del Estado, o que entre los artículos suprimibles hay más de uno idéntico a los contenidos en Estatutos como los de Andalucía y la Comunidad Valenciana, no recurridos por el PP.

El propio president Pujol, desde su prudencia y experiencia indiscutidas, decía entender el crecimiento sostenido del independentismo catalán. Más aún, que ni siquiera durante el franquismo había conocido una actitud, en políticos y medios estatales, tan declaradamente hostil hacia Catalunya. Aunque Mas matizase, con base a los resultados de la última ola de consultas populares simbólicas y otros indicadores, que todavía no hay una mayoría independentista entre los ciudadanos catalanes.

Si el desafuero del Constitucional se consuma, y todo parece indicar que sí, habrá que ver hasta qué punto llega la sumisión, la resignación y el hartazgo de la clase política y la sociedad del Principat.