EL conflicto planteado a Pagola por un grupo de miembros del Episcopado español y de otras instancias, suponemos que religiosas, suscita una serie de reflexiones. Se hacen con respeto, sin amargura, sin indignación, y sin ninguna pretensión que vaya más allá de la mera exposición de unos puntos de vista que estimamos pueden servir para hacer luz sobre la situación.

No creemos un secreto el hecho de que, desde la Contrarreforma, en España, y en general en el mundo católico se ha mirado a la Biblia con recelo. Y ello en contraste con la recomendación de San Pablo a Timoteo: "Toda Escritura es inspirada por Dios y útil para enseñar, para argüir, para corregir y para educar en la justicia." (II Tim. 3, 16). Como consecuencia de este recelo, nuestra gente no ha leído, en general, la Biblia y se sorprende no poco cuando ve que uno la cita en una reflexión sobre cualquier tema: piensan que es cosa de beatos. Sin embargo, basta leer a algunos autores de extracción intelectual anglosajona o germana -por ejemplo, Berlin o Kelsen- para descubrir de inmediato la facilidad con la que, cuando viene a cuento, acuden a la Biblia.

Pues bien, la Contrarreforma queda lejos en el tiempo, pero la Jerarquía Católica o, al menos algunos de sus miembros, no parecen haber superado la prevención antibíblica y el espíritu de trinchera. La lejanía de la realidad de la Contrarreforma y su superación histórica -particularmente por Juan XXIII y el Concilio Vaticano II- no impiden la subsistencia de la idea en las mentes de algunos de estos obispos y, por ignorancia, de no pocos católicos. Si esto puede apreciarse de una manera general en la Iglesia, en países como España e Italia, está, según se ve, a la orden del día.

Hay otra amenaza que se suprimió en el primer tercio del s. XIX: la Inquisición. También aquí el hecho desaparece, pero la idea subsiste. Sigue habiendo inquisidores natos entre no pocos ciudadanos españoles. Destacan en la lista ciertos obispos y fieles de la Iglesia católica en particular. Algunos de ellos parecen arracimarse en torno a todo este tinglado movido contra Pagola. La idea inquisitorial se filtra de las maneras más sutiles y aparentemente justificables.

Resulta sintomático que después de haber suprimido en la Iglesia el Index librorum prohibitorum o Lista de libros prohibidos (todavía conservo un ejemplar del que creo último, Roma 1948), la Conferencia Episcopal Española tenga una Comisión para la Doctrina de la Fe o algo parecido. Ignoro si las Conferencias Episcopales de otros países, donde las haya, tienen algo similar, pero la inutilidad del instrumento es hoy palpable, en mi opinión. Parece que sería infinitamente más interesante dedicarse a desarrollar, a partir de la Escritura, de la Tradición y del Vaticano II, ideas que alimenten el espíritu de la grey católica, hoy más bien anémico. En todo caso, ¿es verosímil que censurando los resultados de los esfuerzos de renovación de los teólogos se esté contribuyendo, en verdad, a la edificación de la Iglesia? ¿Se le esté sirviendo realmente? ¿No sería mucho más respetuoso, caritativo y ajustado al Evangelio y, por ello, mucho más edificante y fecundo, comunicar motivadamente a los fieles posibles errores o desaciertos de esos resultados, para que los teólogos puedan pensar con frescura y libertad, debatir sobre ellos y, en su caso, corregirlos, y para que cada uno de los fieles sepamos así a qué atenernos?

Tal vez sea difícil para una parte de nuestro episcopado evolucionar y contemplar con espíritu positivo esfuerzos por abrir los horizontes teológicos e históricos del Cristianismo. Sin ánimo alguno peyorativo y como mera constatación de un hecho significativo, el repaso de crónicas conciliares tales como la de Congar (Le Concile au jour le jour) o la de Martín Descalzo (Un periodista en el Concilio), revela que la intervención de los obispos españoles en las tareas del Concilio fue más bien escasa y de pobre aportación. Por otra parte el acontecimiento transcurrió bajo el régimen de Franco. Ello supuso también una importante sordina y algunas serias tergiversaciones en los medios de comunicación. Lo refleja Martín Descalzo ya desde el umbral de su crónica de la primera sesión "Este libro nace -dice Martín Descalzo- de una tristeza: La de quien, al llegar entusiasmado al Concilio, se encuentra un clima católico que ha vivido en una dulce indiferencia aquello que uno había juzgado entusiasmante. Del Concilio, la mayoría de los españoles no sabía nada, ni para bien, ni para mal." (I Etapa, pag. 9) Y más adelante: "Los periódicos españoles siguen -¡naturalmente!- sin equivocarse. La mayoría refríen un poquito los comunicados oficiales y? en paz. Así no hay quien se equivoque, desde luego, pero ¿se estarán enterando en verdad los lectores de lo que aquí está pasando?" (Etapa I, pag. 251).

En definitiva, el Concilio Vaticano I pasó en España casi desapercibido, sin pena ni gloria para la gran mayoría de los fieles católicos, y no recuerdo que la mayor parte de la Jerarquía haya hecho un esfuerzo notable por la comunicación del mensaje y la difusión de los documentos conciliares. Hay que reconocer, con todo, que se hizo una interesante edición bilingüe de las Constituciones, Decretos y Declaraciones en la Biblioteca de Autores Cristianos (B.A.C.). ¿Quiénes la tenemos? ¿Quiénes han leído algo de esa edición?

El espíritu de inquisición se muestra también en el secretismo con el que se ha venido moviendo este oscuro asunto contra Pagola hasta impedir, o tratar de impedir, la venta de su libro sobre Jesús. Parece haberse olvidado el mensaje de Cristo que dice "?no hay nada encubierto que no haya de ser descubierto, ni oculto que no haya de saberse. Lo que yo os digo en la oscuridad, decidlo vosotros a la luz; y lo que oís al oído, proclamadlo desde los terrados." (Mt. 10, 26-27; Mc 4, 22; Lc 8, 17).

No sólo la escasa repercusión del espíritu del Concilio Vaticano II, sino la difuminación paulatina y progresiva de su doctrina y de su espíritu me parece un hecho. En mi opinión, esa difuminación se convierte en franca involución cuando menos a partir del Papa Juan Pablo II. Y esto es otro factor que, a mi juicio, ilumina y permite entender de algún modo la persecución de Pagola. No he seguido estos años la marcha de la institución vaticana para la Doctrina de la Fe, pero me sorprende oír y leer el trato dado a eminentes teólogos conciliares, como Schillebeeckx, Häring, o el incomparable Küng. Dado que estos teólogos con Congar, De Lubac, Semmelroth, Daniélou, Rahner, Thils y otros teológos prestigiosos fueron consejeros de padres conciliares de primerísima línea tales como los Cardenales Suenens (Bélgica), Alfrink (Holanda), Frings y Döpfner (Alemania), König (Viena), Leger (Canadá), Liénart (Francia), Bea y Montini (Italia) y otros, y puntales de la labor pastoral y dogmática del Concilio, resulta difícil sustraerse a la idea de que la censura de tales gigantes de la teología, lejos de obedecer a un celo razonable por la pureza doctrinal, es más bien una reacción anticonciliar de quienes, ni en el Concilio, ni después, parecen haber aceptado su espíritu, ni su doctrina. Y la doctrina del Concilio sí que es doctrina de la Iglesia, mal que les pese a ciertos "debeladores de herejías ajenas" que quizá no ven la viga herética en sus propios ojos.

También parecen apreciarse en el asunto Pagola los inconvenientes de ciertas interpretaciones radicales del principio de estructura jerárquica y monárquica de la Iglesia que pueden conducir, y a veces conducen a varias corruptelas: la de considerar banales y poco fundadas las opiniones de los fieles y, como consecuencia inevitable de ello, la de prescindir de la colaboración de todo lo que no sea jerarquía o clero, salvo para funciones ancilares. No es la visión del Concilio Vaticano en la Constitución Dogmática Lumen Gentium sobre la Iglesia, como he indicado al comienzo, ni la visión de Jesucristo. El mandato evangélico de Jesús a sus Apóstoles dice: "Sabéis que los jefes de las naciones las dominan como señores absolutos y los grandes las oprimen con su poder. No ha de ser así entre vosotros, sino que el que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será esclavo de todos?" (Mt., 20, 25-27; Mc 10, 42-44; Lc. 22, 25-26)

Hoy, sin modificar sustancialmente la idea, se presenta una visión más matizada del principio monárquico. Así Küng explica que "se han dado pasos inmensos de renovación evangélica del cargo de Pedro desde los Papas del Renacimiento? hasta los Papas pastorales del siglo veinte: Pero sería temerario opinar que hemos finalizado ya la renovación?" "la sensible insuficiencia de las definiciones vaticanas [del Concilio Vaticano I] en lo referente a la posición del Papa en la Iglesia consiste en que se expresan más jurídica que bíblicamente, en que hablan como algo lateral de aquello que el mensaje neotestamentario sitúa en el centro, esto es, que el cargo de Pedro es en primer plano de servicio a la Iglesia y, sólo a partir de ahí, plenitud de poder en la Iglesia (no sobre la Iglesia)" (Strukturen der Kirche, pag. 209, 1962). Como explica Küng, de las actas del propio Vaticano I se deduce la insuficiencia de su, por otra parte explicable, definición del Primado. (ver Küng, Die Kirche, E. II. 3, 1967) Esto parece lo más cercano al espíritu neotestamentario, pero ¡claro! hay hábitos inveterados difíciles de superar, porque ya se sabe que, como dice el Arcipreste de Hita, "la costumbre es otra natura ciertamente, apenas non se pierde fasta que vien la muerte."