El tema que acapara la actualidad informativa desde que España se proclamase campeona en el Mundial de fútbol femenino parece haber entrado en los cauces de la normalidad y estaría en vías de resolución. Aunque quizás sea prematuro decir esto, da la sensación de que en los últimos días asistimos a un alineamiento generalizado con el sentido común no solo en los estamentos futbolísticos sino también en el ámbito social y político.

La verdad es que ha costado que la corriente que ahora prevalece tomase cuerpo y orientase el tratamiento del asunto como merecía. En origen estuvo impulsada desde las redes sociales y por una honrosa y muy minoritaria serie de iniciativas (colectivas, pero sobre todo individuales) pertenecientes al mundillo del balón. La reacción tardía de quienes tienen la responsabilidad de intervenir (clase política incluida) ha demostrado hasta qué punto el fútbol y la sociedad en su conjunto están a merced de la ideología retrógrada imperante en las cuestiones de género, más en concreto en lo que a la mujer se refiere.

El miedo a pronunciarse abiertamente por parte de federativos, clubes y jugadores (también jugadoras, aunque la inacción entre los hombres ha sido abrumadora, particularmente decepcionante), así como el espectáculo protagonizado por demasiadas personalidades (seleccionadores al frente) que hemos visto cómo cambiaban de trinchera en el típico ejercicio inspirado en el sálvese quien pueda que hay que seguir cotizando, ha marcado el pulso de un proceso que tarde o temprano iba a tener lugar.

Era inevitable, pero nadie lo quería admitir. Resulta descorazonador que de repente el personal se caiga del guindo y descubra que el tipo que dirige los designios del fútbol hispano es alguien capaz de sacudirse los genitales delante de millones de personas y no contento con ello, continúe tirando de desparpajo para explicar que se trataba de un gesto cómplice con el entrenador, en plena celebración del triunfo de las futbolistas a las que representaba desde su privilegiada atalaya, el palco de autoridades.

Está por supuesto lo del beso en la boca a una jugadora, de nuevo con las cámaras de televisión por testigo, la ristra de barbaridades que fue soltando a medida que los citados episodios adquirían una dimensión para nada anecdótica y, de colofón, un discurso sin espacio para el arrepentimiento, aderezado de victimismo, machismo, prepotencia, agresividad y, en definitiva, pésimo gusto.

Luis Rubiales ha cubierto más de cinco años en el cargo y bastaría con lo narrado sucintamente para calibrar su estatura moral. Pero no es esta la cuestión principal a valorar, pues se da la circunstancia de que su mandato se ha visto salpicado por una sucesión de episodios feos. Operaciones y acuerdos con un trasfondo económico poco claro; encontronazos, revelaciones, acusaciones, traiciones, toda clase de incidentes polémicos cortados por el patrón del personalismo de quien se siente intocable, inmune al control, la discrepancia y la crítica.

Conviene repetirlo ahora, Rubiales llevaba un lustro haciendo y deshaciendo, había acumulado un poder inmenso y gozaba del respeto (al menos de puertas para afuera) de la legión de cargos que compone la estructura del fútbol en España. De hecho, en multitud de declaraciones y comunicados oficiales se han catalogado de “error” sus recientes barbaridades y salidas de tono.

¿Error? El error es algo que se hace o dice equivocadamente en un contexto determinado, pero que no se corresponde con el funcionamiento habitual y la mentalidad de quien lo comete. Lo de Rubiales, en absoluto es disculpable. El fondo y la forma son demoledores, no existe margen posible para su justificación. No son errores, no son un desliz, son sencillamente una muestra precisa de quién es este tipo; acciones y manifestaciones encadenadas perfectamente compatibles con una personalidad de sobra conocida por aquellas personas que llevan años en contacto con él, vinculadas a su gestión.

Desde luego no es un fenómeno exclusivo de España, pero en este reino son bastante habituales las campañas de blanqueamiento, la permisividad, la indulgencia, el afán por rebajar la gravedad de las andanzas inconfesables de la gente importante. Rubiales constituiría el penúltimo exponente de una realidad que repele. Da grima. Asco.