Ya se sabía que se iba a hacer larga la segunda legislatura de Donald Trump. Si de algo hay que alegrarse es que quien le releve no lo puede hacer peor y con un poco de suerte lo hará mejor. Y aquí hay que empezar a verlo todo con ojos de primáticos: que en su casa haga lo que le venga en gana, que es precisamente lo que demandan los que le han votado. Pero sería oportuno que fuera de sus fronteras alguien le parara los pies. Este señor mayor y sin filtros que preside Estados Unidos ha derribado la fachada de la política internacional. Tiene matices el “vamos a acabar con esos hijos de perra”, en referencia a una invasión terrestre de Venezuela que es posible que se haya materializado cuando se publique esta columna. El más importante es que Trump se refiere a los narcotraficantes que operan en ese país, aunque la miga del conflicto huela a petróleo más que a otra cosa y a quitarse de en medio a un personaje que está a su nivel: el inefable Nicolás Maduro. Se diría que ambos provienen de la misma jauría y la estirpe les domina manteniéndolos sumidos en el fango de la codicia. Condenados eso sí a devorarse el uno al otro. El lodo que generan salpica todo movimiento razonable, que favorezca la regeneración democrática del país caribeño. No es extraño porque a ninguno de los dos les interesa la política, entendida con un medio para mejorar las condiciones de los ciudadanos. Ambos apuestan por medir sus fuerzas a mordiscos y no es dificil saber quién va a ganar la pelea. Y que la mayoría de los venezolanos no encontrará consuelo.