EL otro día, mientras cenaba en un restaurante de Bilbao, fui testigo de una escena que me dejó pensando. Una pareja pidió una ensaladilla y dos platos de carne… cada uno. Al terminar, la rusa seguía prácticamente intacta y de la carne apenas probaron unos bocados. Salieron del local como si nada, mientras yo me quedé con una pregunta dando vueltas en la cabeza: ¿por qué pedimos más de lo que vamos a comer? No es una anécdota aislada. Es, lamentablemente, un reflejo cotidiano de una realidad preocupante: el despilfarro de comida. En Bilbao, cada habitante tira al año unos 111 kilos de comida, una cifra que debería hacernos reflexionar seriamente sobre nuestros hábitos. Vivimos en una cultura donde el exceso se confunde con abundancia y donde muchas veces la comida se trata como un bien infinito, cuando claramente no lo es. Pedimos de más, compramos de más y cocinamos de más, sin pensar en las consecuencias. El gesto de dejar un plato lleno en la mesa no solo habla de falta de planificación o de un capricho mal calculado, sino también de una desconexión profunda con el valor real de los alimentos. Tirar comida no es solo un problema ético; es también un problema ambiental y económico. En un planeta donde millones de personas aún pasan hambre, este derroche es difícil de justificar.
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