La presidenta madrileña Isabel Díaz Ayuso ha vuelto a hacer lo que mejor se le da: montar ruido para no tener que escuchar. Esta vez, su sonada espantada de la conferencia de presidentes ha tenido como excusa la defensa del castellano frente a los “ataques” de las lenguas cooficiales. Y, esta vez, el euskera ha sido arrastrado al fango del debate españolista como si fuera un capricho folclórico, una excentricidad que solo se mantiene por puro romanticismo subvencionado. Nada más lejos de la realidad. Vamos a dejar una cosa clara desde el principio: el euskera no necesita permiso para existir. Ni del BOE, ni del CIS, ni de Génova 13. El euskera no se impone, resiste. Y eso molesta. Molesta profundamente a quienes no entienden que haya realidades plurales que escapan a su idea de “unidad” basada en la uniformidad lingüística. Pero por más ruedas de prensa indignadas que convoque Ayuso, el euskera no se va a ir. El euskera no es un adorno identitario sino que es una lengua viva, con siglos de historia y miles de hablantes que no necesitan que nadie desde Madrid les diga en qué idioma deben amar, pensar o reír. No se trata de imponer el euskera a nadie. Se trata de garantizar que quienes lo tienen como lengua propia puedan vivir plenamente en ella, sin ser tratados como ciudadanos de segunda. Lo contrario sí sería una imposición.