Provengo de una generación en la que el sexismo lingüístico, amén de los otros, me ha barrido. De siempre he empleado para escribir una especie de masculino genérico y, lo que es peor, sin cuestionarlo. Acepté con naturalidad que las zorras, brujas, perras, o hasta las sargentas y las lagartas tenían connotaciones negativas cuando en su versión masculina son vocablos blancos sin acepciones peyorativas. A estas alturas no voy a escribir miembra, ni sandeces por el estilo. Pero he aprendido demasiado tarde que el lenguaje no es inocente. Que el verdulero vende verdura mientras la verdulera es una ordinaria, que el asistente siempre tiene cargo y la asistenta no es nadie. Que solemos decir que vamos al médico, pero ¡qué raro!, siempre llamamos a la enfermera. Hasta en los periódicos se cae en la tentación de referirse a un profesional por su apellido si se trata de un varón y por su nombre de pila si es una fémina. La misoginia del refranero es escandalosa; Mujer al volante peligro constante. Tampoco me pregunté por qué había señoras que se llamaban Angustias, Dolores, Amparo, Martirio, ó Socorro y sin embargo los señores se llamaban Próspero, Salvador, Benigno y Justo. Bueno, que no pretendo darles el coñazo porque, como es sabido, ser un coñazo es ser insoportable mientras que ser la polla es extraordinario. clago@deia.eus