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Mesa de redacción

Arantza Rodríguez

Animar sin grada ni nada

El tiempo te dará la razón”, dicen. Lo que nadie especifica es cuándo. Casi una década he tenido que esperar, pero por fin estoy en condiciones de corroborar el dicho. La innombrable encontró el otro día un vídeo de cuando tocaba el violín de pequeña. Digo tocaba por no decir torturaba. El caso es que flipó con lo mal que sonaba aquello. Para que se hagan una idea, una mezcla entre el maullido de un gato al que le planchan la cola, un gorrino en vísperas de una txarriboda y el chirrido simultáneo de diez tenedores contra diez platos. Desde que lo dejó, alabado sea, no he vuelto a oír nada igual. Pero ella, qué mona, estaba convencida de que lo hacía bien. Y yo, que no lo estaba tanto, acudía a las audiciones estoica, a pelo, sin taponcillos en la orejas ni nada, y grababa su actuación con el móvil desde la primera fila, como si quisiera guardarla para la posteridad, sintiendo clavadas en mi nuca las miradas de esos familiares que acuden para ver a sus hijos e hijas y pirarse corriendo, sin acompañar en el sufrimiento a los demás. Terminado el suplicio, una sonrisa, una felicitación por haberse atrevido a subir al escenario –como decía Torrebruno, “lo importante es participar”– y ese difícil equilibrio entre no mentir por el bien de la humanidad, no se fuera a venir arriba y se dedicara a ello, y no herir su autoestima, no se fuera a venir abajo y me dejara la nómina en psicólogos. Eso es animar, a las duras y a las maduras, sin megáfono ni grada ni nada.