Hace unas semanas Paul Krugman, nobel de Economía, escribió un artículo, Crony Capitalism is coming to America, en el New York Times. Se refería al capitalismo de amigotes, un término que se acuñó, al parecer, para describir cómo funcionaba la economía en Filipinas durante la dictadura de Ferdinand Marcos: el éxito de las empresas dependía básicamente de su apoyo incondicional al régimen y quedaban en un segundo plano cuestiones tan importantes como la estrategia de la compañía o el valor añadido que aportaba al país para su progreso. Krugman escribía, claro, de lo que va a suceder cuando Donald Trump llegue a la Casa Blanca. Un asalto menos violento que el del Capitolio, pero con consecuencias más graves. El plan de Trump es endurecer los aranceles de las importados de las empresas de Estados Unidos, de modo que resulte más rentable comprar a proveedores del país. El rollo de Make America great again. Pero la ley comercial de EE.UU. permite conceder exenciones en casos especiales. La pregunta que plantea Krugman y a la que todos tenemos respuesta es a quién aplicará esas exenciones, a un empresario que ha donado dinero a su campaña o al que no lo ha hecho. Ahí está la trampa del montaje con el que ha vuelto al poder el magnate. Y el motivo por el que el gran poder económico del país ha colaborado en hacer girar las ruedas del panzer Trump, que tritura todo a su paso.
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