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Mesa de redacción

Arantza Rodríguez

Venganza navideña

Miéntanme si hace falta, pero no me digan que soy la única pringada que ha puesto el árbol de Navidad más sola que Tom Hanks en Náufrago. El modus operandi es siempre el mismo. Me calientan los cascos con que ya vamos tarde y luego me dejan más plantada que al abeto. Es sacar los adornos y disolverse la concentración adolescente a velocidad de rider mientras, en vez de espíritu navideño, brotan excusas: Yo tengo que ir a clase, Yo al entrenamiento. ¡Pero si es domingo! Nada, espantada general. Estarán sentados con el móvil en el descansillo del segundo. Así que ahí me quedé, desembuchando el árbol de su caja de cartón y viendo cómo, un año más, perdía en la operación despliegue de ramas decenas de púas artificiales. Obsolescencia programada lo llaman. Pero hasta que no se quede en tronco pelao, que sujete sus bolas, que a mí también se me caen cabellos, y otras cosas que no vienen al caso, y aquí estoy, colgando renitos con las astas lacias y atusando las barbas a olentzeros, papanoeles y reyes magos porque, puestos a pedir, aquí le dan a todo. Saco el aspirador para recoger las púas y ¡pof!, se cae de una rama la bolita de albal tan mona que hizo el crío en infantil. Uy, qué tonta, si la he aspirado sin querer. Qué disgustooo. Voy a ver si poniendo el tubo gordo y mirando para otro lado me deshago accidentalmente de la estrella de lentejas y el duendecito de plastilina con cara de Joker. Si no fuera por estos ratos...

arodriguez@deia.eus