Puede decirse que, de alguna forma, la asignatura de Historia se ha quedado anclada en el pasado. Lo de Roma, Grecia, la revolución francesa, Napoleón o la revolución rusa lleva décadas llenando las páginas de los libros de papel o digitales, pero no recuerdo en mis tiempos de educación obligatoria haber estudiado la Guerra Civil, la Segunda Guerra Mundial, la Guerra Fría o la caída del muro de Berlín. Tampoco la fundación de la Comunidad Económica Europea, que explica dónde estamos y por qué, más que cualquier conflicto entre países del Viejo Continente. O mejor dicho, resuelve básicamente todos esos enfrentamientos generados por el egoísmo de los monarcas o dictadores, que durante siglos solo buscaron su beneficio. Si estuviera en mi mano, dedicaría un par de trimestres del currículo escolar a repasar esos hechos que entran dentro de la categoría de históricos, que nos ayudaron a salir de las penumbras de los primeros siglos de la cronología que marca el nacimiento de Cristo y dedicaría el resto de la enseñanza a generar una visión crítica de lo que nos ha traído hasta aquí en los últimos cien años. Todo ello repasando la actualidad, que también es historia, y que se debe poner en valor como tal. Y hablo de cuestiones como la escalada de la extrema derecha en el mundo. Porque aunque en casa se intente vacunar a los niños, un debate en clase, confrontando con los compañeros, es el mejor antídoto para la intolerancia.
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