HAY condenas ineludibles. Una de ellas es escribir una columna sobre la vuelta a la normalidad cuando te toca la mesa de redacción el primer lunes de septiembre. En esas estamos, a pesar de que el que suscribe ya lleva unos días en el tajo y cuando lean estas líneas estará haciendo un par de llamadas para ver si es cierto que se acabaron las vacaciones de los mortales que bajan la persiana durante agosto. Será una operación envuelta en el entusiasmo que, por ejemplo, invade a los astrónomos que envía señales al espacio: Hay alguien ahí, nosotros estamos aquí y somos gente de paz (en esto hay que mentir sí o sí). Septiembre ya está aquí y forma parte del grupo de meses de altas expectativas. De esos que se asocian con una catarsis que, en general, nunca llega. De forma innata surgen los buenos propósitos y la voluntad de acometer cambios drásticos siempre para bien, claro. Y casi siempre hay mucho que hacer. Se complica el arranque de curso con la exigente lista de tareas. Pero lo suyo sería afrontar el trance de la vuelta a la rutina laboral y familiar con otro espíritu: buscar fórmulas para cumplir con las obligaciones y las buenas intenciones de la forma más relajada posible. Es decir, encontrando al mismo tiempo espacio para el ocio, el descanso y la contemplación monástica. Sin estresarse, vamos. Pensando que la Navidad está a la vuelta de la esquina y que enero también es mes de propósitos.
- Multimedia
- Servicios
- Participación