Si guardan un buen recuerdo de sus noches de juventud en las txosnas tienen dos opciones: seguir conservándolo o tratar de repetir la experiencia y que se evapore entre los vahos de orín. Es como cuando vas al pueblo y ves a aquel novio que tuviste, pero convertido en un señor en ciernes con barriga que parece habérselo zampado de un bocado. Ah, se siente, haber mirado para otro lado. Pues esto igual. Coges el metro y te bajas para ir al recinto festivo. Están estropeadas las escaleras mecánicas. Te convalida subir medio Pagasarri. Entras en un bar para picar algo. Está hiperpoblado y te sudan hasta los pliegues del cerebro. Como todas tus neuronas están concentradas en mantenerte con vida, no puedes pensar en marcharte. Se aprovechan de eso. De eso y de que quieres tu cena. Y eso que antes de comértela ya la has adelgazado por el efecto sauna. Al menos estaban todos vestidos, aunque algunos no sabes muy bien de qué. Te adentras en las txosnas. Pides un kalimotxo y te dan un katilu de plástico y un mosquetón. Qué detalle. Debe ser por si a la vuelta te encuentras otras escaleras mecánicas estropeadas o por si terminas la noche acampando en el Parque Etxebarria. Lo mismo es una yincana y en la próxima te regalan las cuerdas y unos crampones. Te aventuras a bailar algunas canciones que crees que conoces. Las han tuneado a tecno y casi se te desencajan los brazos. Convalida cinco sesiones de cardio. Si lo llegas a saber, te apuntas a crossfit.